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Andreas Kluth
Los investigadores estiman que aproximadamente cuatro de cada cinco pacientes con covid-19 sufren una pérdida parcial o total del olfato, una condición conocida como anosmia. Muchos no tienen otros síntomas. Y no, no tiene nada que ver con una nariz congestionada, sino que se trata de los estragos que causa el coronavirus en nuestro sistema nervioso.
Muchos pacientes recuperan su olfato rápidamente. Otros, como consecuencia, quedan con una menor capacidad olfativa que antes (hiposmia) o una percepción distorsionada de los olores (parosmia). Repentinamente, su cónyuge huele como un extraño, el vino huele a cartón y las aguas residuales, a café, mientras que algunas personas nunca recuperan el olfato. En todo el mundo, ya deben ser millones.
El olor, como gran parte del mundo está descubriendo con la pandemia, ha sido durante mucho tiempo nuestro sentido más subestimado. En general, lo apreciamos menos que los otros cuatro. Tal vez es por eso que se ha asignado menos dinero para su investigación y, como resultado, sabemos relativamente poco al respecto. Claire Hopkins, presidenta de la Sociedad Rinológica Británica, me dijo que la ciencia del olfato, en comparación con la de la visión o la audición, todavía se encuentra en la Edad de Piedra.
Pero eso podría cambiar, en parte gracias a la propia Hopkins. En marzo pasado, fue coautora de una alerta informativa sin pretensiones titulada “La pérdida del olfato como indicador de infección por covid-19”. Rápidamente la inundaron con respuestas de todo el mundo que informaban sobre el mismo fenómeno. Menos de un año después, el olfato es uno de los escenarios que más atención capta en la medicina. Ahora incluso existe un Consorcio Global para la Investigación Quimiosensorial, donde científicos de más de 60 países colaboran para llegar al fondo de la relación entre el covid y el olfato.
Neurológicamente, es nuestro sentido más primordial: la percepción de un olor va directamente desde nuestros receptores nasales hasta nuestros cerebros, esquivando el tálamo y desencadenando inmediatamente un recuerdo o emoción. Por el contrario, la visión, la audición y el tacto deben pasar por varios pasos sinápticos adicionales. Lo mismo ocurre con el sabor, pero la mayor parte de nuestra percepción de ese sentido es, en realidad, un subproducto del olfato.
Sin embargo, la riqueza de nuestro universo olfativo en sí misma significa que no contamos con el vocabulario para describirlo adecuadamente. Carentes de palabras –solo piense en su cata de vinos más reciente–, tendemos a cometer el error de pensar que nuestro olfato es menos importante que, por ejemplo, nuestra visión.
Y, sin embargo, el más mínimo aroma puede sacar a relucir recuerdos de alegría o dolor enterrados durante mucho tiempo. Puede decirnos si el sistema inmunológico de otra persona es similar al nuestro o muy diferente, en cuyo caso es posible que sintamos una atracción sexual. Recoge feromonas que generan miedo, agresión, amor o intimidad mucho antes de que el resto de nuestro cerebro haya, siquiera, formulado un solo pensamiento.
Es solo cuando el olor desaparece que las personas despiertan a su prominente papel en nuestra existencia biológica, psicológica y emocional. Y esa ausencia deja un vacío debilitante. Muchos pierden el apetito, la confianza, la libido y las conexiones humanas. Algunos caen en la depresión. La parosmia puede ser incluso peor que la anosmia, me dijo Hopkins, ya que deja a las personas desestabilizadas, desligadas y alienadas.
La condición opuesta, llamada hiperosmia, también existe. A veces solo significa un embarazo, otras veces, epilepsia y, a menudo, que ha sido genéticamente favorecido. Ese es el caso de Joy Milne, una enfermera jubilada de Escocia.
Milne está más cerca de los perros que de las personas en cuanto a su olfato. Incluso puede oler enfermedades: para ella, el mal de Alzheimer huele a pan de centeno; la diabetes, a esmalte de uñas; y el cáncer, a hongos. Así es como se dio cuenta de que su esposo estaba enfermo décadas antes de que muriera de Parkinson: su olor había cambiado de “púrpura”, como lo describe, a “marrón”. Puede oler el Parkinson en otras personas simplemente acercando la nariz a fragmentos de sus camisas. Ahora está ayudando a investigadores en Manchester a elaborar una prueba de diagnóstico.
Es una tragedia que, hasta ahora, la ciencia haya dado menor importancia al poder primario del olfato de lo que la poesía y la literatura lo han hecho. Solo piense en el libro “El perfume”, de Patrick Suskind, la inolvidable historia de un hombre con olfato sobrehumano, quién, guiado por su olor, comete asesinatos en serie.
Pero gracias a la pandemia, ahora todos nos estamos dando cuenta de que un olor saludable es intrínseco a nuestra naturaleza y esencial para nuestro bienestar. Antes del covid-19, las personas que perdían su olfato rara vez recibían mucha atención de sus médicos o el apoyo de sus seres queridos; no se consideraba un problema lo suficientemente importante, dijo Hopkins, lo que empeoraba el sufrimiento.
Pero eso ya se acabó, lo que es un positivo efecto secundario de la pandemia. La anosmia, la hiposmia y la parosmia finalmente se reconocen como enfermedades graves y prometedores campos de estudio, a los que probablemente seguirán avances científicos. Y esa es una razón más por la que, algún día, podríamos llegar a considerar la pandemia no solo como una pesadilla, sino también como una bendición.