Líder de Consultoría en Capital Humano del Área Laboral de EY Perú
Hoy en día, cuando una pareja en Perú quiere o necesita conciliar su vida profesional con la familiar, lo primero que piensa es cómo impacta esto en sus ingresos. Según el INEI, la brecha salarial entre hombres y mujeres a nivel nacional es de 29%; es decir, las mujeres suelen percibir menores salarios por el mismo trabajo. Esto se traduce en que, si el hombre renuncia a su empleo o busca un trabajo de media jornada para quedarse en casa a cuidar de los niños o de sus familiares enfermos (considerando el contexto de pandemia en el que vivimos), el impacto en el ingreso familiar será mayor que si lo hace la mujer, razón por la cual las familias, pensando en cubrir sus necesidades y no desmejorar su calidad de vida, deciden que sea ella la que equilibre las responsabilidades del hogar con las profesionales o deje de lado su vida laboral.
A esta situación le sumamos el entorno cultural en el que nos desenvolvemos, donde las actividades del hogar y cuidado de los hijos por parte de los hombres no se perciben como parte de su rol.
Todo este escenario conlleva no solo a que haya una diferencia en el salario de hombres y mujeres, sino también a que sea mucho más complicado para una mujer ocupar una posición de liderazgo, enfrentándose a ese techo de cristal que aun no logramos romper. De acuerdo a datos del INEI, las mujeres ocupan solo un 29.2% de las posiciones de gerencia y administración en el país. Parece mentira que, a estas alturas del partido, nos encontremos con grandes empresas que limitan el acceso a las mujeres a ciertas posiciones por considerar que su eventual rol de madre puede afectar su capacidad de decisión.
Haciendo una reflexión, si bien es cierto que en los últimos 10 años ha habido una evolución en la participación de la mujer en el mercado laboral peruano, también es cierto que este avance ha sido más lento de lo esperado, lo que se evidencia entre otras cosas, en el índice de brecha global de género, en el cual el Perú se posiciona en el puesto 62 de 156 países, con una disparidad del 72.1%. Usualmente, cuando vemos estos valores nos sorprendemos, aunque también nos tranquiliza ver que no estamos en la cola de la lista. Sin embargo, debemos ser más críticos y esforzarnos por estar más cerca de los primeros lugares. Y como en la mayoría de las cosas, fijarnos en lo bueno que están haciendo otros países vecinos puede ayudar. Es el caso de Argentina, por ejemplo, que se ubica en el puesto 35 de la lista.
No quiero cerrar esta columna sin hacer un repaso sobre posibles acciones para mejorar esta situación, que lamentablemente se ha complicado a raíz de la pandemia. Son diversos los actores que en esta línea deben involucrarse: por un lado, desde el ámbito público, debe incorporarse la perspectiva de género en los planes de recuperación que se vienen ejecutando a partir de la pandemia y llevar a cabo acciones que protejan los derechos que las mujeres han alcanzado en la última década. Por otro lado, las empresas deben incorporar cambios en la cultura y el estilo de liderazgo; incluyendo suficientes medidas de flexibilidad para todos los profesionales, así como impulsando su uso tanto en mujeres como en hombre y gestionando y desarrollando el talento desde los principios de la diversidad. Finalmente, el actor más importante en este panorama es la familia, pues es desde la educación en casa donde podremos ir rompiendo con estos paradigmas que aun frenan la igualdad de género.