Escribe: Patricio Valderrama-Murillo, PhD, experto en fenómenos naturales.
Calamidad (del latín calamĭtas, -ātis) significa desgracia o infortunio que alcanza a muchas personas, según la Real Academia Española. En Perú, aunque no usemos esta palabra con regularidad, vivimos en un estado de calamidad cada cierto tiempo. Salvando la pandemia del COVID-19, todas las otras calamidades que hemos sufrido han sido de origen natural.
Por su ubicación geográfica, Perú es un territorio relativamente seguro. Nuestro mar es frío, gracias a la Corriente Oceánica de Humboldt, lo que lo llena de nutrientes y, además, impide la formación de fenómenos atmosférico-oceánicos como los huracanes. La Cordillera de los Andes y nuestra posición en la zona tropical regulan nuestro clima. No experimentamos grandes cambios de temperatura entre estaciones contrarias, como ocurre en Europa o América del Norte, donde en verano se alcanzan casi los 40 ºC y en invierno se bajan de los -16 ºC. Eso no sucede en nuestra tierra bendita.
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Esta estabilidad climática nos asegura varias campañas agrícolas al año, a tal punto que en Perú nunca falta comida. Disponemos de papa todo el año, además de manzanas, plátanos, arroz, paltas y otros alimentos. Las ciudades se abastecen una temporada desde la costa y la siguiente desde la parte andina, recibiendo naranjas del norte de Lima o de Tingo María, por ejemplo.
Pero entonces llega la calamidad.
En 2017, un furioso fenómeno de El Niño Costero dejó más de 100,000 damnificados, 162 fallecidos, 10,000 viviendas colapsadas, 4,391 kilómetros de carreteras y 489 puentes destruidos. Se estima que este fenómeno nos costó a todos los peruanos 3,124 millones de dólares, una cifra de la cual aún no nos hemos recuperado. Vivimos escenas terribles, como cuando el río Piura rompió sus muros de contención e inundó la hermosa ciudad del mismo nombre, o cuando presenciamos cómo doña Evangelina Chamorro emergió milagrosamente del lodo tras ser arrastrada por un huaico. A pesar de estas dolorosas cifras y recuerdos, no fue el peor El Niño que nos ha afectado, ya que hemos enfrentado eventos en 1997-1998, 1982-1983, 1925, 1891, y la lista sigue.
El miércoles 15 de agosto de 2007, a las 6:40 p.m., un gran terremoto con epicentro a 40 km al oeste de Pisco (Ica) y a 150 km al suroeste de Lima, nos recordó una vez más que Perú se encuentra en la zona más activa por terremotos del planeta: el Cinturón de Fuego del Pacífico. Con una duración aproximada de 3 minutos y 30 segundos, este megaevento de magnitud 7.9 en la Escala de Momento destruyó la ciudad de Pisco y afectó seriamente a Ica, Chincha, Cañete y Lima. Esta calamidad dejó 595 muertos, 2,291 heridos, 76,000 viviendas completamente destruidas y más de 450,000 damnificados. Por supuesto, este no fue el peor ni el más grande terremoto que hemos sufrido en nuestra historia reciente. Todavía está fresco en la memoria el gran terremoto de Arequipa del 2001 o el terrible terremoto de Áncash de 1970 que cambió la historia de nuestra nación.
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Las siguientes preguntas son inevitables: ¿Cuándo y cómo será nuestra próxima calamidad? Y, ¿estamos preparados para soportarla y recuperarnos? El Niño de 2023-2024 nos puso a prueba y apenas pasamos el examen, ya que su intensidad no fue comparable con la de eventos anteriores. El último gran terremoto (Pisco, 2007) ocurrió hace 17 años; ya tenemos una generación y media de peruanos que no sabe lo que es vivir un terremoto. El siguiente está por llegar.
El próximo gran El Niño podría estar cerca, nada garantiza que el próximo verano no tengamos una temporada de lluvias anómala que desborde ríos y active quebradas. Por otro lado, estudios científicos alertan de un “silencio sísmico” frente a la costa central de Perú, cerca de Lima, zona que no ha sufrido un mega-terremoto desde 1746. Como referencia, la Fortaleza del Real Felipe (La Punta, Callao) se construyó alrededor de 1750, después del gran terremoto y tsunami.
Como ya hemos experimentado, una cosa es que el terremoto o las inundaciones afecten las áreas alrededor de la capital (como Piura o Pisco), y otra muy distinta es cuando el evento afecta a la metrópoli de más de 10 millones de habitantes. ¿Tendremos hospitales suficientes?, ¿Cómo está el sistema de distribución de agua potable y electricidad?, ¿Están nuestros sistemas de primera respuesta (bomberos, SAMU, rescatistas) en un estado óptimo?, ¿Están nuestros ríos y quebradas debidamente canalizados y asegurados?
Como bien dijo nuestro inmortal poeta César Vallejo: “Hay, hermanos, muchísimo que hacer”.
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