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El presidente Castillo entra a su segundo año en el poder con un contexto internacional mucho más complicado en comparación al que encontró en el primero. Hasta hace dos meses, el entorno externo era mixto para países como el Perú, con crecimiento global al alza, precios extraordinarios de nuestros principales productos de exportación y condiciones de financiamiento muy favorables, pero también presiones inflacionarias y disrupciones en mercados clave como alimentos, energía y fertilizantes, entre otros.
Sin embargo, las condiciones se han tornado patentemente negativas. Salvo periodos de crisis (como lo fue la emergencia sanitaria en el 2020), las principales variables externas que inciden en el crecimiento peruano son los precios de nuestras exportaciones, el crecimiento de nuestros socios comerciales, y las tasas de interés externas. Y todas ellas se están deteriorando.
En primer lugar, los precios de nuestras exportaciones vienen en caída tras haber subido 33% de julio del 2020 a julio del 2021 (y un 10% adicional en los nueve primeros meses del actual gobierno). Por ejemplo, el precio del cobre ha caído casi 25% desde inicios de junio a la fecha (el zinc 20%). Aunque esta corrección es reciente y parte de niveles máximos en casi cincuenta años, el rápido y fuerte movimiento en el precio eleva riesgos en el corto plazo, sobre todo considerando que los actuales precios, si bien continúan por encima del promedio de la última década, ya se encuentran por debajo de lo proyectado por el MEF para el 2022-25, y su caída implica un impulso negativo a la economía en los próximos meses.
A esto se suman preocupaciones sobre el crecimiento global. La economía mundial, tras una fuerte pero incompleta recuperación post-covid en el 2021, está pisando el freno en medio de presiones sobre las cadenas globales de valor, incertidumbre geopolítica y endurecimiento en las condiciones financieras. El mejor ejemplo de lo primero lo encontramos en China, el principal destino de las exportaciones tradicionales peruanas, que experimenta una desaceleración en medio de cuarentenas intermitentes a raíz de su política de ‘tolerancia cero’ con el covid-19.
En contraste, en Estados Unidos y Europa - la fuente de la mayor demanda para nuestras exportaciones no tradicionales - la desaceleración responde al retiro de estímulos monetarios. Con la inflación alcanzando su mayor nivel en décadas, la Reserva Federal en particular se ha visto forzada a reaccionar con mayor agresividad, elevando los costos de financiamiento desde marzo y prometiendo más incrementos en los meses siguientes. El resultado ha sido un aumento en los costos de fondeo y un fortalecimiento del dólar como refugio de valor. Esto último y la caída del precio del cobre explican la depreciación del sol en semanas recientes.
La combinación de bajo crecimiento en socios comerciales con tasas de interés al alza y menores precios de commodities es marcadamente diferente a la de recesiones previas como la crisis financiera en el 2008 o el covid-19 en el 2020. En aquellos episodios, los bancos centrales recortaron tasas de interés e hicieron inyecciones masivas de liquidez en un contexto de bajo crecimiento, lo que a su vez se tradujo en alzas de precios de materias primas y bajo costo de financiamiento, contrarrestando el impacto negativo de la desaceleración global sobre nuestra economía. Esta vez, sin embargo, no parecen existir mayores impulsos a favor. Ante las mayores presiones inflacionarias en décadas, los bancos centrales están enfrentando una tensión entre estabilidad de precios y crecimiento, priorizando lo primero a costa de lo segundo (con la consiguiente presión a la baja en precios de commodities).
Estos shocks externos encuentran al Perú en una situación precaria a nivel interno. Si en un contexto más favorable ya se esperaba un crecimiento en torno a 3% y un estancamiento de la inversión privada (o incluso una contracción), ahora las perspectivas a la baja se acentúan. La relación histórica entre precios de exportación al alza y menores costos de financiamiento con una mejora en expectativas y mayor inversión privada ya se había quebrado por razones internas, imputables a nuestras autoridades. Ahora, ante un escenario de deterioro externo, la economía se encuentra aún más expuesta a las consecuencias de la pérdida de un norte en el Estado.
Es precisamente en contextos como este en los que la degradación de la capacidad estatal (de la que la alta rotación y falta de capacidades a nivel ministerial es solo un ejemplo visible) y la irresponsabilidad en la formulación y gestión de políticas públicas (tanto del Ejecutivo como del Legislativo) pasan una mayor factura.
Para enfrentar los retos externos se requieren planificación, capacidad de reacción y ejecución, gasto eficiente e incrementar resiliencia a mediano plazo. Sin embargo, se observa lo contrario. Por un lado, tenemos un Ejecutivo desarticulado, incapaz de proponer respuestas adecuadas y menos aún de implementarlas, y que con frecuencia contribuye a exacerbar los problemas. Por el otro, encontramos un Congreso que aprueba leyes distorsionantes y de dudosa constitucionalidad que tienen además costos fiscales (presentes y futuros) enormes. Lamentablemente, lo visto en este primer año de gestión por parte de ambos poderes del Estado no deja muchas razones para el optimismo.