En el marco de una inflación creciente y de una desaceleración global ya anunciada por el FMI (aunque aún no formalmente cuantificada) la inminencia de un proceso de estanflación recorre los mercados internacionales.
Con la perfomance de las economías desarrolladas cayendo de 5.1% (2021) a 2.6% en el 2022 (BM, junio) y la inflación global subiendo a más de 6.7% (ONU, junio) la combinación de estancamiento e inflación parece difícilmente evitable. Cuán duradera y grave puede ser ésta es aún un imponderable.
Ella ha sido principalmente causada por la remanencia de la pandemia y la guerra generada por la invasión rusa de Ucrania. Pero esa lista se amplía hasta abarcar la abundancia de liquidez derivada de las medidas requeridas para afrontar la crisis financiera del 2008-2009 y el conjunto reciente de distorsiones del mercado (quiebra de cadenas de suministros, proliferación de sanciones económicas que forman parte del escenario bélico, proteccionismo y prohibición de exportaciones, etc.). El estudio de esa convulsión ya se realiza teniendo por referencia el fenómeno estanflacionario de la década de los 70s del siglo pasado.
En el caso peruano, sin embargo, ello no ocurre con la seriedad que debiera teniendo en cuenta su contribuyente impacto destructor de un gobierno que pretendía arraigarse: el de la Fuerza Armada liderado por Velasco Alvarado y Morales Bermúdez en esa década. El reciente fallecimiento de este último debiera convocar ese ejercicio en tanto que el General tuvo que lidiar no sólo con esa anomalía sino con una transición democrática económicamente socavada.
Siendo la memoria nacional corta y selectiva, ésta prefiera olvidar que la estanflación de aquella década fue de origen externo y que, en consecuencia, no sólo fueron políticas internas pésimamente orientadas y lamentablemente ejecutadas las que frustraron la experiencia de la “primera fase” y desequilibraron la “segunda”.
Ese estudio es aún más urgente si se considera que el foco de atención de los analistas destaca, excluyentemente, los problemas de cohesión de la Fuerza Armada, la desvinculación entre esta institución y la ciudadanía, la radicalización ideológica de “burócratas-políticos” o la influencia que se atribuye a los Estados Unidos en un escenario regional caracterizado por la proliferación de dictaduras militares de “derecha”.
Como se sabe, cuando en 1971 el Presidente Nixon quebró el tipo de cambio fijo vinculado al oro (35 onza por dólar) saliéndose del marco del acuerdo de Bretton Woods, el dólar se devaluó incrementando los precios ligados a esa paridad. Si la inflación emergió como consecuencia, se incrementó más todavía a partir de 1973 con el aumento de los precios del petróleo dispuesto por los productores y exportadores del crudo (OPEP) como respuesta al apoyo norteamericano a Israel en la guerra de Yom Kipur.
Con la afluencia de dólares devaluados acumulándose en esos países, éstos decidieron “reciclarlos” a través del sistema bancario abaratando los préstamos y otras colocaciones con el consecuente incremento de la deuda externa de los países en desarrollo. La causa de ese incremento fue el bajo costo del financiamiento mediante el que se sufragaron los incrementales déficits en que incurrieron gobiernos altamente propensos al gasto mientras caían el precio real de las exportaciones y el comando estatal de la economía se mantenía generando aún más inflación.
Éste fue el caso del gobierno peruano cuya deuda externa pasó de US$ 788 millones en 1968 a US$ 3554 en 1976, mientras el déficit fiscal se incrementó hasta 8% del PBI y el tipo de cambio subió 500% entre 1975 y 1979 (BCRP). Ello ocurría mientras las tasas de interés en dólares aumentaban hasta 21% en Estados Unidos (CATO) para apagar el incendio inflacionario.
El schock llevó al ajuste y a la devaluación en el Perú (y en otros países) en acuerdo con acreedores bilaterales y multilaterales. Aunque su costo fue aliviado por un posterior incremento del valor de las exportaciones (Silva Ruete) la inflación siguió creciendo conforme el precio internacional del petróleo recibía un nuevo impulso en 1978 por el temor de que la revolución teocrática en Irán llevase a más recortes del crudo.
Mientas la economía se deterioraba y la inflación no se abatía la Asamblea Constituyente de 1978 pudo ayudar a una transición democrática ordenada. Pero ello ocurrió sólo en el ámbito político porque en el ámbito económico el nuevo presidente, Fernando Belaúnde, entró de lleno al escenario de la “década perdida” latinoamericana.
Si la estanflación de los 70 es una referencia para la situación económica internacional actual, he aquí una catastrófica experiencia peruana que debiera ayudar a prevenir riesgos similares a los ciudadanos.