Escribe: Paola del Carpio Ponce, coordinadora de Investigación de Redes.
En esta semana, se otorgó el Premio Nobel de Economía a Daron Acemoglu, Simon Johnson y James Robinson, investigadores que han tenido un rol fundamental en nuestro entendimiento de cómo las instituciones influyen sobre la prosperidad de los países y el bienestar de sus ciudadanos. Es importante reflexionar sobre este tema, ya que las instituciones son justamente el gran talón de Aquiles para la consolidación de un crecimiento efectivo y que alcance a todos en el Perú.
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Pero, ¿Qué son las instituciones y por qué son algo que compete a la economía? Se trata de las reglas de juego y limitaciones que diseñamos las sociedades a nuestras interacciones en el plano político, económico y social. Cuando las reglas de juego son claras, predecibles y funcionan, coexistimos con mayor certidumbre y podemos concentrarnos en decisiones que nos llevan a crecer y generar mayor riqueza. Cuando las instituciones fallan y pierden la confianza de sus ciudadanos, cooperamos menos y actuar en la economía se vuelve más costoso. Por ejemplo, si no se tiene confianza en que se respetarán los derechos de propiedad o que habrá niveles mínimos de seguridad, los incentivos para invertir, innovar y crecer se debilitan.
En particular, los investigadores galardonados distinguen dos tipos de instituciones: extractivas e inclusivas. En las primeras, el poder se concentra en algunos grupos particulares, que no tienen incentivos para ejecutar reformas críticas y, por el contrario, se resisten a ellas. En las segundas, existe una participación amplia de los miembros de la sociedad en la toma de decisiones y generación de riqueza, con derechos de propiedad seguros. Así, establecen también que para que las democracias funcionen, estas deben ser capaces de brindar resultados económicos y servicios públicos de manera amplia a sus ciudadanos. Una mirada a nuestra historia deja claro que tenemos muchos pendientes en este ámbito: la corrupción, por ejemplo, es un problema persistente de nuestra sociedad y esto daña visiblemente la calidad de los servicios que recibimos, la confianza ciudadana y los incentivos a la inversión.
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El ejemplo más visible en este momento de cómo nos vienen fallando las instituciones es la inseguridad ciudadana. En el caso de las extorsiones, considerando los meses de enero a septiembre, las denuncias se han multiplicado por 5 a nivel nacional, por 6 en Lima Metropolitana y por 10 en el distrito de Puente Piedra entre el 2021 y 2024, según datos del Observatorio Nacional de Seguridad Ciudadana. El descontrol de los casos está llevando a cada vez mayores costos asociados a la seguridad privada y empujando a pequeños negocios –que son un enorme porcentaje de las empresas de nuestro país– a cerrar.
El problema de la inseguridad no es una novedad. Llevamos años hablando de la necesidad de una reforma policial, de las fallas en el sistema, de los niveles de corrupción dentro del mismo y no vemos cambios concretos ni sistémicos, ni siquiera ahora que la situación se ha desbordado. Hay una resistencia al cambio dentro de estas instituciones que han puesto al límite la confianza ciudadana. En efecto, ni un tercio de los peruanos confía en la Policía Nacional y más del 90% desconfía del Congreso, que aún no puede ponerse de acuerdo en modificar la legislación para combatir el problema.
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Por ello, no sorprende que el Perú haya visto deteriorada su posición en casi todos los indicadores de gobernanza del Banco Mundial entre 2017 y 2022. Los retrocesos más importantes se encuentran en la estabilidad política y ausencia de violencia; efectividad del Gobierno; y control de la corrupción. Más del 40% de los peruanos se siente inconforme con la democracia, posicionándonos en el último lugar de América Latina. Ante las instituciones fallidas, algunos estarían dispuestos a sacrificar democracia a cambio de mejores servicios, con el enorme costo y retroceso que eso implicaría. Esto nos habla de la trascendencia de trabajar en las instituciones si queremos proteger realmente nuestra democracia. Es decir, adoptar reformas estructurales que promuevan la transparencia y mejoren la gobernanza para dar resultados a los ciudadanos.
Sin embargo, los pasos que vemos no van en esa dirección y llevamos ya tiempo en una suerte de equilibrio disfuncional. Hoy vemos poca respuesta y empatía ante las muertes por inseguridad, resistencia a revisar normas que favorecen a quienes no deberían, gastos innecesarios de dinero en medio de una crisis que requiere atención urgente y para la cual no sobran los recursos. ¿Qué confianza ciudadana podemos esperar así? Se ha hablado por mucho tiempo ya sobre las “cuerdas separadas” que resaltan la resiliencia de la economía peruana a nuestra inestabilidad y constante crisis institucional. Lo cierto es que esto tiene límite y la realidad ya lo viene mostrando con claridad.
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