Coordinadora de Proyectos y Políticas Públicas de REDES
Perú es uno de los países más desconfiados de América Latina, que a su vez es la región más desconfiada del mundo. No confiamos en otras personas, no confiamos en las empresas y, ciertamente, no confiamos en nuestro Estado. Según el Barómetro de las Américas 2021, Perú es el tercer país que confía menos en la democracia, solo detrás de Haití y Honduras, además, solo 2 de cada 10 peruanos se declaran satisfechos con la democracia.
Existen diferentes motivos que explican nuestro bajo nivel de confianza en general, algunos motivos son culturales e históricos, y se ven reforzados por el contexto en que vivimos: la falta de confianza es consecuencia de la experiencia persistente con personas, empresas y gobiernos que no hacen lo que prometen, se aprovechan de los demás y actúan de forma oportunista.
Un aspecto que es clave para entender los niveles de desconfianza de los ciudadanos en el Estado es entender cómo vivimos cada uno nuestras interacciones con las instituciones públicas: cuando vamos a renovar un DNI o sacar un pasaporte, cuando vamos a la comisaría a hacer una denuncia, o llevamos a nuestros padres al hospital. Si esas interacciones son deficientes o si somos tratados de forma desigual, allí se forma nuestra desconfianza. Si somos testigos permanentes de cómo en las municipalidades, gobiernos regionales y ministerios se nombra a personas no por sus méritos, sino por favores, es que se profundiza nuestro escepticismo.
Esta gestión no hace más que profundizar la desconfianza que sentimos todos en nuestro Estado, en las instituciones y, al final, lo que es más peligroso, en la democracia. El mejor ejemplo del daño que nos está haciendo el Gobierno es en los nombramientos de funcionarios de todo nivel. En 10 meses de gestión se han nombrado en total 50 ministros. Cada 8 días en promedio se cambia un ministro en Perú. Hemos tenido ministros y viceministros acusados de asesinato, sin estudios superiores y sin experiencia en los sectores que dirigen.
Esta forma de nombrar funcionarios y dar empleo público de forma clientelista se da en alguna medida en todos los países, pero cuando se vuelve la regla más que la excepción los ciudadanos sufrimos las consecuencias.
Un estudio del 2013 de Robinson y Verdier encontró que el clientelismo afecta la redistribución de ingresos negativamente, pues los políticos que ven el empleo público como herramienta para redistribuir ingresos (a sus allegados) terminan agrandando las brechas, ya que no se preocupan en invertir en la mejora de los sistemas de protección social ni la infraestructura pública, en otras palabras, no se ocupan de solucionar los problemas estructurales.
Este efecto se multiplica cuando se considera que el cuerpo de servidores públicos es menos idóneo y se va empeorando la provisión de servicios públicos que ya se vienen dando, algo que hemos visto en la emisión de pasaportes, la ralentización de la vacunación para niños y dosis de refuerzo, la falta de presencialidad al 100% en muchos colegios, el incremento de la informalidad en el transporte, en la no recuperación del empleo formal y en la nula gestión de conflictos sociales como el de Las Bambas y Cuajone.
¿Qué nos queda? El rol ciudadano no ha dejado de ser importante. Desde las empresas y las familias empecemos dando el ejemplo, mejorando nuestro trato y cumplimiento de compromisos con nuestros clientes, amigos y familia. No perdamos la capacidad de indignarnos y debemos seguir exigiendo al Gobierno altos niveles de transparencia y que se nombren a las personas más idóneas, en el campo profesional, académico y ético. No nos merecemos menos. No perdamos la esperanza en la mejora del país. Levantemos la voz, cambiemos la historia y recuperemos la confianza.