Congresista
Esta semana, en la Comisión de Economía del Congreso, estuvimos a punto de inhibirnos de tratar un proyecto de ley (PL 878/2021-CR) de la Comisión de Transportes y Comunicaciones que pretende “regular” el mundo digital.
Independientemente de los méritos o deméritos de la propuesta “Ley General de Internet”, que próximamente evaluaremos en la Comisión de Economía, Banca y Seguros, lo que no podemos hacer es ignorar el poder transformador sobre la economía y la sociedad que tiene la tecnología y en particular el mundo digital.
Si antes de la pandemia ya comenzaba a ser evidente que la tecnología estaba transformando el planeta –en particular, aquellas zonas del mundo desarrollado reunidos en ese club de buenas políticas públicas llamado OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo), y también en aquellas zonas del mundo en desarrollo que han decidido abrazar las tecnologías de la 4ta Revolución Industrial en Asia, África e incluso en algunos países de América Latina como Uruguay o Colombia, lo cierto es que el COVID-19 ha acelerado todas las tendencias y ha hecho de la transformación digital “el” factor fundamental de la competitividad en el siglo XXI.
Por causa del COVID-19, a nivel mundial la economía digital ha irrumpido con abrumadora fuerza en cuatro áreas claves de la vida en sociedad: el empleo, la educación, la salud y el comercio electrónico. En nuestro caso, se trata de realidades emergentes, pequeñas, aunque de rápido crecimiento, que necesitan ser normadas, pero no con un sentido “fiscalista” (esto es, de maximización de recaudación tributaria), sino más bien con un enfoque promotor por su contribución a la productividad total de los factores (PTF) y, por ende, al crecimiento y desarrollo económico de largo plazo.
Por estas razones, la pretensión inicial de la Comisión de Economía, Banca y Seguros de inhibirse de opinar acerca de una ley tan importante revela la importancia de sensibilizar –no solo a mis colegas de Comisión sino al país entero– acerca de la necesidad más bien de poner el pie en el acelerador y abrazar con entusiasmo e inteligencia las tecnologías de la 4ta Revolución Industrial.
Porque, lo queramos o no, el hecho es que la transformación digital y las industrias de futuro –las así llamadas “industrias 4.0″– van de la mano. Ambas hacen de la automatización, el acceso digital, la conectividad y la información digital los factores claves en la búsqueda de productividad de largo plazo en el nuevo siglo.
De igual manera, el Big Data, la inteligencia artificial, la robotización y la colaboración con el esfuerzo humano están delineando un mercado laboral que– por las condiciones de informalidad, baja calidad del capital humano y una regulación laboral que poco o nada tiene que hacer con el empleo del siglo XXI —representan uno de los mayores retos que como sociedad enfrentamos.
Pero, la digitalización, la desmaterialización del trabajo y la sacralización de la eficiencia y la competitividad no solo tienen impacto sobre la economía, sino que su impacto se da sobre todas las esferas de la sociedad: los sistemas previsionales, la cultura, la seguridad ciudadana, la infraestructura y la infoestructura, la política, la democracia y la propia administración del Estado.
Como a diario podemos comprobar, todo, absolutamente todo cambia o ha de cambiar producto de la interacción de lo digital con las tecnologías de punta.
Por ello, no hay forma de que podamos inhibirnos de opinar sobre la Ley de Internet, ni dentro ni fuera del Congreso de la República. Más bien, todos debemos buscar inmiscuirnos en el debate, buscando que la ley resultante sea una ley que nos impulse al futuro y no una ley que nos deje inmóviles en un presente que tiene un fuerte olor a pasado.