La Defensoría del Pueblo del Perú ha publicado hace unas semanas un informe que revela el estado de las actas y los acuerdos que se suscriben entre organizaciones sociales, entidades estatales y empresas para poner fin a conflictos sociales. Preocupa, especialmente, el alto porcentaje de incumplimiento, las limitaciones para seguirle la huella al acta dentro de la administración pública, y la falta de una instancia externa que se haga cargo de gestionar el cumplimiento de los acuerdos. La investigación se basa principalmente en el análisis de una muestra de 4,258 acuerdos contenidos en 774 actas de 29 procesos de diálogo desarrollados en diversas regiones del Perú.
Esta historia viene de muy atrás, prácticamente desde que la Defensoría del Pueblo inició su trabajo en este campo, en el año 2004. Señal de que no estamos ante el descuido de este o aquel gobierno, sino de un problema de regulación y organización del Estado en general; y también de valoración de lo que está en juego en un proceso de diálogo. La advertencia sobre el costo de no cumplir se hizo a cada administración sin que nada cambiara sustancialmente. Esa realidad, por el contrario, confirmaba que cada incumplimiento iba deteriorando la legitimidad de las instituciones de la democracia, desvalorizando el diálogo como mecanismo de resolución de conflictos sociales, postergando los beneficios que las poblaciones podrían recibir, y le abría la puerta al regreso del conflicto, recargado de decepción y enojo. Pese a ello se ha persistido en el incumplimiento.
No es fácil explicar las razones de una conducta así. Son miles de horas invertidas en dialogar. En un país en el que la tradición autoritaria ha sido la regla, no valorar el diálogo es claramente un contrasentido. Un tipo de diálogo, además, que se ha ganado un lugar en la toma de decisiones, sea por necesidad o por convicción. Y no se lo ha ganado para reemplazar a los procedimientos regulares, sino para auxiliarlos cuando muestren el forro de sus debilidades y carencias.
“Empeñar la palabra”, sin embargo, es una expresión que encuentra pleno sentido en el mundo de las relaciones interpersonales. Alguien, a quien se le atribuían ciertos valores, no fue capaz de mantener en pie su palabra. Decepcionó. Desdibujado frente a los demás, su palabra valdrá menos que un cobre. Claro, mucho dependerá de los parámetros éticos de la sociedad en que se mueve. Pueden asumirlo como un agravio o como una eventualidad de la conducta humana que sería ingenuo descartar.
No pasa lo mismo en el terreno de los asuntos públicos, y menos cuando el Estado es actor protagónico. Hay principios de la democracia y deberes de la función pública que no pueden ignorarse. El poder está sujeto a control por las instituciones y por la sociedad. Se exige transparencia y rendición de cuentas. No hablamos de promesas de campaña que se esparcen en las plazas públicas, ni siquiera de mensajes oficiales, ambos vistos con malicia y precaución por los ciudadanos; estamos ante procesos de diálogo constituidos en condiciones difíciles, cuya subsistencia pende siempre de un hilo, y donde priman las expectativas de corto plazo y el afán reivindicativo, en un contexto de desigualdades y creencias diversas.
En estas largas jornadas, los funcionarios públicos, en uso de sus competencias legales, reconocen los espacios de diálogo y hasta los crean mediante resoluciones; admiten a los demás actores como representativos de sus organizaciones sociales o empresas; manifiestan su conformidad con los puntos de la agenda, e interactúan hasta llegar a acuerdos, firmar las actas correspondientes y comprometerse a implementarlos, dentro de los procesos de gestión pública en los que se desempeñan.
No parece haber duda sobre que el acta es un documento que contiene la voluntad política del Estado. Lo que no está claro es por qué cada acuerdo no tiene enseguida un lugar en los planes operativos, presupuestos, actividades, tareas, etc., que obligan a los agentes estatales a traducir las palabras en hechos. Sucede que no existe un procedimiento que haga trazables los acuerdos, que convierta lo político en administrativo y, por ende, en exigible legalmente por el ciudadano.
¿Y qué papel juega en esto la Defensoría del Pueblo? Bueno, hace diecisiete años la Defensoría del Pueblo del Perú inició su recorrido en este tema. Era una necesidad, como lo es ahora, asumir una nueva responsabilidad en este campo: hacerse cargo de la gestión del cumplimiento de los acuerdos. Sus procedimientos son flexibles, tiene una larga experiencia en la materia, la persuasión es su instrumento básico, está presente a través de 38 oficinas; pero, sobre todo, tiene el mandato constitucional de supervisar el cumplimiento de los deberes de función de la administración estatal y los acuerdos suscritos en actas son parte de esos deberes que se tienen que cumplir.