Internacionalista
Luego de que Daniel Ortega contribuyera a la caída de la dictadura de Anastasio Somoza, el exguerrillero del Frente Sandinista ya supera en el ejercicio del poder a cada uno de los tres miembros de la dinastía derrocada.
En efecto, al mando del gobierno nicaragüense desde el 2007 a lo largo de cuatro períodos electorales consecutivos (a los que se suman un ejercicio democrático entre 1985 y 1990 y otro de facto como coordinador de la Junta Nacional de Reconstrucción entre 1979 y 1985, Ortega totaliza 26 años de gobierno.
Hoy, con el control total de la sociedad y del Estado nicaragüenses, él y su esposa, Rosario Murillo, superan a los períodos de gobiernos de Anastasio Somoza padre (19 años en el cargo), Luis Somoza (7 años) y Anastasio Somoza hijo (8 años). Ahora sólo le resta sobrepasar en el poder los 34 años acumulados por esa dinastía dictatorial.
De esta manera, un gobernante originalmente sustentado en un frente de liberación de contenciosas tendencias marxista y socialdemócrata en lucha contra una dictadura de derecha, ha devenido en una dictadura sin causa estrechamente asociada al dueto totalitario cubano-venezolano.
Su última hazaña se ha expresado en la persecución de obispos nicaragüenses luego de clausurar 388 ONG, 12 universidades y encarcelar a los líderes de los siete partidos opositores a su última candidatura (2021). A esa vulneración de libertades Ortega ha agregado el apresamiento de periodistas y políticos (entre los que se encuentran ex -compañeros de armas, algunos de ellos torturados y muertos en prisión), el cierre de los más importantes medios de comunicación y empujado al exilio a más 150,000 nicaragüenses desde 2018 según la Alta Comisionada de la ONU para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet.
Con base en esos hechos, y luego de haber llevado a cabo el año pasado un proceso electoral que no cumplió con los mínimos requisitos de unos comicios libres y transparentes, y cuyos resultados fueron desconocidos por la OEA y la Unión Europea, la dictadura de Ortega ha sido condenada y/o sancionada por esas agrupaciones y la ONU. Al cuestionamiento singular de ese proceso se sumaron algunos países, como el Perú, Colombia, Ecuador, Panamá y Costa Rica entre ellos).
Como consecuencia del pronunciamiento de la OEA (y de la recusación de las acciones de Ortega por el propio representante de ese país ante el organismo interamericano), el dictador decidió separar a Nicaragua de esa entidad regional en abril pasado. Para que esa decisión surta efecto pleno se requiere un plazo de dos años.
En ese transcurso, el Consejo Permanente está en capacidad de exigir al gobierno nicaragüense que restituya la democracia, libere a los presos políticos y reinstale a la ONG arrasadas además de replantearle la necesidad de que, en el marco de la Carta Democrática, se involucre, con la Secretaría General de la OEA, en el esfuerzo de restablecer la institucionalidad política y los derechos humanos en ese país.
Esto acaba de ocurrir a través de una resolución expresa del Consejo Permanente. Pero la Carta Democrática carece de mecanismos coercitivos que no sean la suspensión del derecho de participación en la OEA del Estado implicado. Como Nicaragua ya se ha separado de la entidad cualquier resolución en ese sentido sólo redunda en un hecho que ya inició su curso.
Por tanto, para reorientar la conducta del dictador sólo restan medidas punitivas de los Estados miembros del sistema interamericano o de terceros. De manera focalizada en funcionarios del régimen o individuos vinculados a él, éstas vienen siendo aplicadas por Estados Unidos y la Unión Europea. La disminución de los flujos de comercio (Estados Unidos es el principal socio en este rubro) y/o asistencia podrían ser mecanismos adicionales pero su aplicación afectaría al empresariado y a la población.
En el ámbito político es posible presionar al dictador con la suspensión o el corte de relaciones diplomáticas. Al respecto Cuba y Venezuela ya han mostrado la poca eficacia de esas medidas en tanto esas dictaduras tienen fuerte respaldo de las fuerzas armadas y de un sector de la población. Por lo demás, Nicaragua ha incrementado sus vínculos políticos, militares y económicos con China (con la que ha establecido relaciones reemplazando a Taiwán) y Rusia ampliando el margen de acción del régimen totalitario.
En consecuencia, sólo cabría esperar el derrocamiento del dictador (de momento, improbable), su fallecimiento (que no implicaría necesariamente la desaparición del aparato represivo y de control) o proceder con la aplicación prudente de las medidas referidas (algo poco efectivo si no participa el conjunto de América Latina).
Lo que sí pueden hacer Estados como el peruano es acompañar la presión multilateral con la disminución del perfil diplomático del vínculo bilateral. Pero, aunque no parezca sensato mantener esa relación diplomática a nivel de embajadores, el gobierno de Pedro Castillo no actuará en consecuencia. Siguiendo la preferencia de nuestra diplomacia contemporánea por los pronunciamientos declarativos, Castillo sólo reincidirá en ellos.
Al respecto, ni siquiera considerará los términos de los acuerdos de Esquipulas de 1986 y 1987 promovidos por los grupos Contadora (México, Colombia, Panamá y Venezuela) y de Lima (Perú, Argentina, Brasil y Uruguay) para establecer la paz en tres países centroamericanos (Nicaragua, El Salvador y Guatemala) en un marco de reconciliación y democracia. Si los elementos declarativos de esos acuerdos nunca se arraigaron en los tres países, hoy han revertido.