En un momento de mi vida profesional tuve el encargo de liderar un proyecto cuyo objetivo era crear, desarrollar e implantar una herramienta tecnológica que conectara un importante canal de distribución con Mapfre.
Pese a poner todo nuestro empeño y entusiasmo para diseñar un ambicioso plan de desarrollo e implantación, que incluía una importantísima inversión económica y de recursos, no conseguíamos incrementar el uso de la herramienta entre los usuarios.
Tras un crítico análisis interno del proyecto llegamos a la conclusión de que el principal escollo para conseguir un uso masivo de la nueva plataforma residía en que la apariencia y “usabilidad” de la herramienta respondían más a necesidades internas de mantener formatos y estructuras similares a las que usamos en la compañía, que a las necesidades del usuario. Como todavía estábamos en la fase piloto, decidimos consultar a una empresa especializada en “usabilidad” que confirmó nuestro diagnóstico. Necesitábamos implementar un entorno más amigable donde el usuario se sintiera más cómodo. En sus palabras “disponíamos de una potente herramienta, pero en un entorno poco amigable”.
Dicho y hecho. Contratamos a la consultora que había ratificado nuestro diagnóstico. Tras varios meses de arduo trabajo conjunto, lanzamos la versión 2.0 también en modo prueba y… mismo resultado. Una bajísima tasa de uso.
Recuerdo perfectamente la reunión interna que mantuvimos, en la que reinaba la decepción y el desánimo. Ya estábamos a punto de tirar la toalla cuando alguien dijo, “¿y si le preguntamos al usuario final? Eso hicimos. Tres meses después lanzamos la herramienta con éxito. Aquello nos sirvió para entender la importancia de involucrar al actor principal. Años después algún usuario me ha reconocido que el hecho de participar en el diseño y sentirse parte del proyecto era más importante para él que el propio diseño, y que por ello se convirtió en nuestro embajador. ¿Cómo no iba a vender las excelencias de nuestra aplicación si él había sido parte importante en su diseño?