Si la guerra convencional es la quiebra de un orden normativo interestatal, el escenario específico del conflicto correspondiente y el número de participantes no son siempre definidos ni claros. Incluso en las conflagraciones más acotadas, como las bilaterales, el concurso de asociados y aliados o el uso del espacio internacional o de las líneas de aprovisionamiento, suelen implicar a terceros.
Y si bien la guerra entre Rusia (un agresor que no la ha declarado formalmente) y Ucrania (el agredido) es formalmente bilateral, el concurso de asociados convocados por las partes complica la determinación del bilateralismo bélico. Esto es claro especialmente en el caso ucraniano que, estando a la defensiva, extiende el ámbito del conflicto en tanto cuenta con el pleno respaldo de la OTAN y de los países de la integran.
Ello parece demostrar que las guerras tienden a esparcirse por inercia beligerante, por el interés de terceros en la asociación o alianza, por la defensa directa o indirecta de terceros o por la perspectiva de ganancia o preservación de territorios, riquezas o de espacios geopolíticos o esferas de influencia.
En esa dinámica expansiva, es inevitable que los efectos económicos de una guerra limitada de apariencia bilateral superen la afectación específica de los beligerantes.
Especialmente si, de un lado, el conjunto de potencias que respaldan el esfuerzo bélico del agredido (Ucrania) despliegan grandes recursos económicos en su defensa y emplean sanciones económicas contra el agresor (Rusia). En este caso la disminución de las capacidades económicas de este último (una contracción de por lo menos 9% este año, caída de 25% de sus importaciones -muchas de ellas para el desarrollo tecnológico-, retiro de alrededor de 750 empresas extranjeras -muchas de gran tamaño-, sustancial recorte de sus principales exportaciones -energía-, restricción radical de sus transacciones externas -imposibilidad de acceso al SWIFT- y bloqueo de sus reservas en el exterior y de las operaciones internacionales de sus principales sus bancos, entre otras) no sólo obliga al agresor a consolidar alianzas (China) sino abrir nuevos mercados (p.e. venta de petróleo a India) o afinar la ingeniería de sistemas de pagos entre socios comerciales que excluyen al dólar y generan un potencial sistema monetario alternativo. Como se entenderá, esas reacciones no son consonantes con un sistema global ya debilitado y sí con una fragmentación económica y financiera creciente.
En el caso del agredido la inclinación a retomar el equilibrio preexistente con el agresor (erosionado desde el 2014 con la asimilación de Crimea) es una utopía que confronta la realidad de una expansión de la alianza occidental menos por una eventual incorporación a la Unión Europea que por la mayor vinculación -no necesariamente una membresía- con la alianza occidental. Los beneficios de un buffer entre Rusia y los integrantes de esas organizaciones se habrá diluido al término del conflicto incrementando la incertidumbre futura en el Este de Europa. Ese gran cambio geopolítico implicará que un futuro conflicto entre Rusia y Ucrania no podrá ser bilateral confirmando, también en este punto, las consecuencias expansivas de la guerra (que no son exclusivas del triunfador).
De otro lado, si, como Kissinger insinúa, las grandes potencias se definen también por la consolidación, en una unidad, de los distintos ámbitos de poder del Estado (el militar, el económico, el demográfico, el tecnológico, el institucional), Rusia no sería una gran potencia (especialmente por su menor peso en la economía global: siendo la 11ª en el mundo representa apenas 1.7% del PBI global y 2.2% de las exportaciones totales) (CEPAL) aunque su deseo y su conducta se orienten a recuperar el status de la ex-URSS.
Pero, como lo señala Nicholas Mulder (Finance & Development, IMF), antes de la guerra Rusia ostentaba un alto grado de apertura a la economía mundial: su relación PBI/comercio era de 46%. Ello indicaba también un fuerte grado de inserción que, en el caso de los productos básicos, es dominante. Como se sabe, si en un mundo interdependiente, alguno de los núcleos económicos que generan el mayor volumen y valor de interacciones globales se cierra o desactiva, ello tendrá un efecto mayor entre las economías vinculadas al sector dominante de esa economía que, en su conjunto, es sin embargo efectivamente menor. Y Rusia no sólo era, antes de la guerra, el 3er mayor productor de petróleo en el mundo (10.5 millones de barriles por día) y el 2º en producción de gas (22.5 trillones de pies cúbicos) (EIA) sino también representaba, junto con Ucrania en el 2020 el equivalente al 28% de las exportaciones mundiales de trigo, 60% del maíz y 15% del aceite de girasol formando un núcleo predominante en esos sectores con clara capacidad para generar dependencias
Si en tiempos de guerra, las exportaciones de esos cereales se truncan en un contexto de producción y comercialización oligopólica de esos productos, el impacto en los países más dependientes de esas exportaciones no sólo será muchos mayor en las economías emergentes y en desarrollo (que carecen de fuentes de producción propias y/o de sustitutos) sino que provendrá de una fuente de poder sectorial de influencia relativa superior al poder ruso considerado en su conjunto.
Por lo tanto, no sólo Rusia debe responder por el bloqueo de los puertos de exportación ucranianos sino que las potencias occidentales deberían dar cuenta de sus acciones que, aún sin haber golpeado directamente el sector agrícola ruso, sí han entorpecido la fluidez necesaria de ese mercado de producción y exportación mediante el efecto de “derrame” (spillover) del conjunto de la economía sancionada a un sector, que no siendo directamente castigada, tiene efectos perniciosos en el mundo sin que se hayan tomado las medidas de mitigación al respecto.
En ese marco de interacción entre la guerra de agresión rusa y las sanciones económicas que se le han impuesto la inseguridad alimentaria se ha incrementado en el mundo al punto de que 60% de las poblaciones desnutridas viven en áreas afectadas por el conflicto según el Secretario General de la ONU Antonio Guterres. Tal resultado se da en un escenario en el que, antes de la guerra, la mayoría de 140 millones que padecen hambre aguda se concentraban en una decena de países (Afghanistan, República Democrática del Congo, Etiopía, Haití, Nigeria, Pakistán, Sudán del Sur, Siria, Yemen) (ONU).
Pero hoy ese riesgo se ha incrementado por la guerra (y por la pandemia) de 276 a 323 millones mientras que el problema económico actual (el incremento de los precios de los alimentos) se transformará en escasez de alimentos en el 2023 mientras la inestabilidad social se agudiza (ONU).
En el caso del Perú, 15 millones de personas podrían ser afectadas de alguna manera por la crisis global con seria incidencia en la desnutrición crónica y la anemia. Una parte del problema deriva, sin embargo, de las dificultades para importar fertilizantes. Mientras los fosfatos de Bayóvar se exportan como roca molida, el país importa de Rusia 68.5% de la úrea, 97.4% del amonio y 50.9% del sulfato de amonio mientras que el fosfato de amonio se importa de China (41.1%) y de Rusia también (15.6%) (Ministerio de Desarrollo Agrario y Riego). Estas importaciones (salvo las chinas) están bloqueadas mientras los esfuerzos de encontrar fuentes alternativas no satisfacen la demanda interna.
El Perú es, por tanto, fuertemente afectado por la guerra ruso-ucraniana. En consecuencia debe tener algo que tratar con Rusia, las potencias occidentales y con la ONU sobre los efectos expansivos del conflicto bélico y sobre cómo atajarlos.