(Foto: GEC)
(Foto: GEC)

Por Aníbal Quiroga León, jurista y profesor principal de la PUCP

Hay políticas públicas que, pese a su rotundo fracaso en el pasado aquí, y en el mundo contemporáneo, la sociedad política pretende regurgitar, sobre todo frente a una emergencia nacional, aflorando populismos que tratan de coincidir con las grandes mayorías necesitadas y con los justos reclamos de las principales víctimas.

La del que nos abate tiene muchas aristas, ya que esta enfermedad aún es de etiología, tratamiento y cura desconocidos, con una velocidad de contagio y mortandad que nos aterra y, ciertamente, también a nuestras autoridades que ya lucen cansadas y confusas en la estrategia para hacerle frente con eficiencia. No por nada tenemos el nivel de contagios y letalidad que tenemos, siendo hoy día Sudamérica la región más golpeada del planeta.

En estas penosas circunstancias, habiendo constatado la ineficiente infraestructura hospitalaria de la sanidad pública para hacerle frente a la pandemia con decoro, con la inmolación del personal médico y asistencial contagiado tratando de salvar a sus conciudadanos con los escasos recursos que el Estado provee, aún en la emergencia, constatamos que nadie, en el mundo, tiene el tratamiento ni la cura para atender a los infectados, ya que ni siquiera sabemos bien cómo ataca este virus. Porqué algunos son asintomáticos, porqué la comorbilidad acrecienta la crisis, porqué la tercera edad es más vulnerable y sin embargo hay niños y jóvenes infectados y fallecidos. En fin.

Tampoco nadie sabe, urbi et orbi, cuál es el tratamiento eficaz. Sorprendidos mundialmente por este violento ataque, la medicina ha respondido con lo que ha tenido y ha experimentado con algunos fármacos, o la mezcla de ellos, en el entendido de que podrían ser más o menos eficaces, sin ninguna certeza hasta hoy. Eso ha hecho que la gente se vuelque sobre las farmacias privadas en su desesperada búsqueda, cuando el Estado no los provee. Pero, así como inicialmente la sobredemanda de mascarillas e implementos de bioseguridad hizo que desaparecieran del mercado internacional, y las camas , y los respiradores artificiales aún con plata en la mano, así mismo esa sobredemanda de medicamentos genéricos supuestamente eficaces para el tratamiento del COVID-19 han escaseado -cuando no desaparecido- del mercado. Entonces, la respuesta es unánime: se vuelve al imaginario público para echar la culpa a un supuesto monopolio para distraer las ineficiencias del aparato público.

Prontamente no pocos políticos y autoridades han planteado la necesidad de regular y controlar el precio de las medicinas genéricas, desempolvando leyes de represión carcelaria al acaparamiento y especulación, con la finalidad de regular el mercado con el miedo, y así obligar a que todas las farmacias a vender a precios que no existen, desconociéndose las reglas esenciales del mercado.

Algunas autoridades despistadas parecen desconocer el ABC del componente del precio: el costo. Omiten considerar que en una época sobredemanda por medicamentos contra el COVID-19, a nivel mundial, sus costos fluctúan al vaivén de un mercado internacional que esta fuera de nuestro alcance y control. Ante una sobredemanda el precio tenderá a subir (es regla básica de la economía) y para eso hay que asegurar (desde el Estado) que en una emergencia no habrá escasez de medicamentos. Es el Estado el que cubre al 90% de la población a través de , SIS y Sanidad de las FF.AA. Si no hay escasez, la sobredemanda será atendida y no se producirá el aumento de precio. Las estadísticas enseñan que solo del 60% al 70% de las medicinas recetadas en el Estado son efectivamente provistas por los establecimientos públicos. El resto lo abastece el sector privado, cuando debiera ser el Estado quien no renuncie a esa vital obligación.

Pero eso no se logrará con un forzamiento a que algo se venda a un precio oficial, irreal, diseñado por un burócrata en una pizarra, ya que ese error producirá ineluctablemente tres efectos: a) escasez, porque no garantiza atender la demanda, sino precio barato y el stock desaparecerá prontamente del mercado; b) enriquecimiento de los que vendan en un ineluctable “mercado negro”; y, 3) un efecto paradojal, ya que la regulación estatal de precios estrechará la oferta desequilibrando el mercado y desatendiendo a la mayoría. Los supuestos beneficiarios de esta política serán finalmente los perjudicados. ¿Los gananciosos? Los agentes del mercado negro, los amigotes y familiares de los pocos que tengan acceso al limitado stock, que se lo repartirán entre sí.

Así como no se puede regular el beneficio económico por ley, tampoco por ley se puede asegurar que la ecuación “costo+margen de ganancia+impuestos=precio” pueda ser condicionada con eficacia manipulándose desde arriba, normativamente, su resultado: el precio. Es como querer crear el Ministerio del Desarrollo Verdaderamente Eficiente y Rentable, con una Sub-Dirección General de la Felicidad Perpetua, algo solo imaginable en la Venezuela de hoy.