Mientras persista este doble rasero que perpetúe una economía dual, el Perú seguirá siendo el país de las oportunidades perdidas.
El errático e irresponsable manejo de la premier Vásquez respecto al cierre de minas en Ayacucho es el último episodio que explica por qué el riesgo regulatorio se ha disparado en el país. Mejorar la gestión de la conflictividad social será clave para que se materialice la cartera de proyectos mineros, pero sin caer en posiciones ideologizadas o carentes de sustento técnico. Esto es crucial ya que, según el último reporte de la Defensoría del Pueblo, el 65% de los conflictos sociales están enmarcados en problemas socio ambientales, dentro de los cuales 84 están relacionados directamente con la minería.
De la cartera de proyectos mineros para el periodo 2021-2025, 11 proyectos por un valor de US$ 18,230 millones tienen riesgos sociopolíticos de distinta intensidad. Las causas más recurrentes son el temor o riesgo a una posible afectación ambiental y los problemas de relacionamiento entre la empresa y la comunidad. En este sentido, urge aclarar mitos que ciernen sobre las interacciones entre la minería formal, la población en las zonas de influencia y las autoridades, por un lado, y el tratamiento de la minería informal, por el otro.
La minería contamina y debe estar vedada de las cabeceras de cuenca. Falso. Hay que distinguir la actividad minera formal, que trata sus vertimientos y minimiza su contaminación y, luego, compensa cualquier daño tratando de restituir el recurso, de la minería informal que contamina gravemente y no se hace responsable de los daños. El concepto de cabecera de cuenca, que no está formalmente definido, hace referencia al área en donde nacen los cuerpos de agua y cerca de donde se suele desarrollar la actividad minera. Lo importante es que esta actividad se realice de manera formal con la debida aplicación de su plan de manejo ambiental. Sin embargo, los grupos antimineros buscan definir a la cabecera de cuenca casi como cualquier área geográfica sobre los 3 mil msnm con la finalidad de declarar esas áreas intangibles y proscribir la actividad minera en los Andes (que explica la mayor actividad minera del Perú).
La minería compite con las actividades renovables por el recurso hídrico. Falso. De acuerdo con las cifras reportadas por la Autoridad Nacional del Agua sobre el uso consuntivo del agua en el 2019, la actividad minera solo ocupa el 0.98% de dicho consumo, mientras que la agricultura es por lejos el mayor consumidor del recurso hídrico. La brecha en el acceso a los recursos hídricos no se debe a su escasez, sino a una distribución asimétrica e inconsistente entre la demanda respecto a la oferta hídrica. En efecto, el 80.4% del PBI se concentra en la Vertiente del Pacífico cuya disponibilidad de agua apenas es del 1.8%; en la del Amazonas, la disponibilidad es del 97.7% y su contribución, 17.6%; y finalmente, en la del Titicaca, se genera el 2% del PBI y se cuenta con el 0.5% de la disponibilidad.
La renta minera no se ha traducido en beneficios para la población. Principalmente cierto. Este resultado se explica por las diferentes falencias que tiene el modelo de gestión de los recursos provenientes del canon. En primer lugar, el proceso de descentralización no realizó una adecuada transferencia de competencias, que siguiera una lógica de cadena de valor y consistente con las capacidades de cada gobierno subnacional. En segundo lugar, las regiones adolecen de recursos humanos suficientes y calificados, y experimentan una alta rotación de funcionarios y una alta incidencia de casos de corrupción. En tercer lugar, la actual forma de distribución de los recursos genera una alta concentración de recursos como el canon en ciertos municipios que no es consistente con las competencias para cada nivel de gobierno. El Gobierno ha fallado en darle suficiente prioridad a mejorar la gestión de estos recursos ante el rechazo de gobiernos regionales y locales que defienden la mal entendida autonomía constitucional que tienen sobre el uso del canon y las regalías mineras.
En general, los gobiernos han centrado sus políticas e intervenciones sobre la minería formal dejando de lado la informal. El caso más emblemático ha sido el de Tambo Grande en Piura. De hecho, la experiencia de la minera Manhattan evidencia la doble vara que tiene el Estado de medir la minería informal respecto de la formal. La presión social de las comunidades por supuestas contaminaciones en los ríos de esa zona impulsó una consulta ciudadana que rechazó abrumadoramente dicho proyecto y obligó al Estado a dar fin al contrato de concesión, provocando el retiro de la minera del país en el 2005. Paradójicamente, la zona es en la actualidad un nicho de minería informal que contamina los ríos con mercurio y cianuro para la producción de oro y el Estado brilla por su ausencia. Esta realidad se replica en gran parte del país, como en el caso de Madre de Dios donde 180 toneladas de mercurio de la minería ilegal contaminan el suelo y agua cada año.
En suma, la actividad minera formal cumple con la normatividad vigente y está sujeta a una exigente fiscalización de la OEFA y Osinergmin, a diferencia de la actividad informal o ilegal que campea en el país y para la cual las autoridades adolecen de una estrategia efectiva y de suficiente prioridad y atención. Existe un grave vacío en la fiscalización de las actividades extractivas informales y los correspondientes conflictos socio ambientales no decantan en mesas de negociación entre el Gobierno y la empresa; al contrario, los conflictos tienden a estar dominados por las protestas de la ciudadanía (a menudo capturada por intereses políticos) y la ausencia de control por parte del Estado.
Mientras persista este doble rasero que perpetúe una economía dual ante la desidia de las autoridades y no se logre traducir la renta minera en mejoras en la calidad de vida de la población, el Perú seguirá siendo el país de las oportunidades perdidas. Urge acción efectiva dejando las posiciones dogmáticas de lado.