Menos de 24 horas después del anuncio ruso de envío de tropas a las “repúblicas” de Donetsk y Luhansk (ilegalmente reconocidas por Putin) con el propósito de “mantener la paz” en ellas, Ucrania se encuentra bajo ataque en todos los frentes. Ello no ocurrió de sorpresa si los servicios de inteligencia occidentales que habían previsto la invasión previeron también su ámbito.
Ello debió quedar en claro cuando ese ámbito fue expuesto en el discurso con el que Putin la justificó la invasión. Ello ocurrió cuando el presidente ruso negó la condición nacional y soberana de Ucrania con pretextos históricos. Y también al anunciar, luego, que la acción de fuerza tenía como propósito adicional desmilitarizar y “desnazificar” Ucrania.
De ello estuvo al tanto hasta el periodismo norteamericano que, por TV, sugería que el escenario de ataque sería el conjunto del país y no sólo un par de enclaves en la región de Donbás. Sin embargo, de ello no se enteraron los habitantes de Kiev, Kharkiv, Odessa (la capital, la segunda ciudad en importancia y el principal puerto), Mariupol y Lutks. Ellos despertaron a la nueva realidad recién en la madrugada de hoy mientras los reporteros de la CNN ya estaban bien posicionados (conocían bien los escenarios de ataque).
Es más, los ciudadanos de Ucrania se dispusieron a dormir la noche anterior bajo el arrullo de alguna esperanza: la de los debates del Consejo de Seguridad de la ONU en los que se increpaba a Rusia por su despropósito y se solicitaba a Putin que parara la invasión.
De esta manera el ejercicio de poder volvió, con toda su crudeza, al escenario internacional. Y, como se sabe, lo hizo violando, con flagrancia, las normas de Derecho y los principios del sistema sin que nada ni nadie (ni la OTAN ni la ONU) pudieran hacer algo al respecto.
El escandaloso proceso de destrucción o captura de aeropuertos, centros de comando y control e infraestructura vital mediante el uso de misiles, bombardeo aéreo y de artillería, el empleo de fuerzas especiales, guerra electrónica y desinformación agregó otro elemento de ilegalidad pero tampoco sorpresivo: el empleo de territorio bielorruso y de tropas de ese origen en la agresión.
Una vez iniciado el derramamiento de sangre, Putin quemó sus naves al considerar que el acuerdo de Minsk 2 (que, a propósito de los territorios de Donbás, vinculaba a Rusia y Ucrania con el propósito de separación de fuerzas y de armamentos) había quedado superado por los hechos. Rusia no deseaba negociación alguna mientras el Secretario General de la ONU y algunos miembros del Consejo se esmeraban en la esperanza de que la hubiera.
Como resultado, el Presidente Biden anunció hoy que, en coordinación con los aliados y socios de Occidente (recordando que éstos representan más del 50% del PBI global) aplicarían a Rusia casi todas las sanciones económicas previstas con el propósito de debilitar sus capacidades de largo plazo mientras singularizaba, con razón, al agresor.
Rusia debiera evolucionar así hacia el aislamiento (es decir, hacia el status de paria internacional) sin que ninguna potencia occidental (que sí colaboran con Ucrania económica y logísticamente) se involucrase físicamente en la batalla . Al respecto, sin embargo, se olvidó el nuevo acercamiento sino-ruso mientras la posición de ciertas potencias medias o emergentes mayores (como India o Irán) no quedaba clara (por lo menos en el primer caso). Así, si Rusia ha agudizado la debilidad del sistema internacional normado por la ONU, China y otros emergentes tienden a apurar, con Rusia, su anunciada quiebra.
Ese proceso sienta bien a la dirigencia rusa que, en el marco de su supuesta vocación imperial y de su afán por recomponer, en alguna medida, la vieja URSS, recurre a instrumentos de la vieja geopolítica. En efecto, Rusia desea que Ucrania sea de nuevo un “Estado tapón” (un buffer) que impida la expansión de la alianza atlántica hacia el Este y que ese Estado le sea afín (o esté plenamente controlado por Rusia).
Esa sería la condición para sustentar su intención (ya planteada) de revertir el predominio militar occidental en Europa del Este y volver, por tanto, a las fronteras de 1997 modificando la “arquitectura” de seguridad europea. Como es obvio la oposición eficaz a ese planteamiento no puede basarse sólo en el Derecho. En consecuencia, para confrontar esa amenaza, Estados Unidos tendría que ir más allá del empleo de sanciones económicas y del despliegue de un pequeño número de fuerzas en Europa del Este y en el Báltico. Tal esfuerzo implicaría, sin embargo, atenuar la concentración en el Pacífico que la primera potencia se planteó por lo menos desde los tiempos de Obama.
Al respecto, Estados Unidos debe decidir si su condición indiscutible de primera potencia alcanza hoy para ejercer los antiguos roles de una superpotencia: ser capaz de confrontar simultáneamente a potencias mayores y predominar en por lo menos dos escenarios. Éste es un asunto de poder desligado del ropaje jurídico. En un nivel menor, Rusia ya está jugando el juego. Occidente debe aceptar el reto y triunfar.
Los principios del sistema que nos rige que se basan en la democracia, el libre mercado, los derechos humanos y también en el respeto de la soberanía e integridad territorial de los Estados, la solución pacífica de controversias y la libertad de asociación depende de ello.
Es decir, los principios liberales deben ser defendidos también mediante la disposición al uso de la fuerza (que hoy tiene múltiples dimensiones) y al empleo de las argucias del balance de poder si los Estados autocráticos como Rusia no van a prevalecer. Los aliados latinoamericanos de Occidente debemos estar al tanto y cooperar en ese empeño.