Profesor Principal de Derecho del Trabajo en la PUCP
El gobierno se encuentra empeñado en hacer más rígida nuestra legislación laboral, como lo evidencian los decretos supremos que modifican los reglamentos de la ley de tercerización de servicios y de la ley de relaciones colectivas de trabajo que regula la sindicalización, la negociación colectiva y la huelga.
Ambos dispositivos recogen normativa prevista en el Anteproyecto de Código de Trabajo (ACT), el cual se encuentra pendiente de discusión por el Consejo Nacional de Trabajo y Promoción del Empleo, organismo de diálogo social integrado por entidades representativas de los trabajadores, los empleadores, el Estado y la sociedad civil vinculada al mundo del trabajo. Así, en lugar de propiciar el debate encaminado a alcanzar consensos entre los actores sociales sobre los deberes y derechos aplicables en las relaciones de trabajo, el gobierno ha optado por obviar el diálogo y poner en vigencia paulatina las normas contenidas en el ACT mediante el expeditivo recurso de ir promulgando sucesivos decretos supremos ahí donde la jerarquía normativa lo permite (e incluso violentándola). De ahí que resulte de medular importancia examinar las disposiciones que contiene el ACT y en particular en el aspecto más controversial de nuestro derecho laboral, esto es, el relativo al régimen de estabilidad laboral.
El ACT corresponde a un nuevo intento de sistematización de nuestra profusa legislación laboral, esfuerzo que se remonta al año 2002 cuando la Comisión de Trabajo del Congreso de la República designó un comité de expertos al que encomendó la elaboración de una Ley General de Trabajo. Dicho comité, que tuve el privilegio de integrar, estuvo conformado por un grupo de profesores universitarios y abogados vinculados al sector sindical o empresarial, cuyo signo distintivo fue la pluralidad y apertura hacia posiciones diversas que apuntaban a alcanzar un equilibrio razonable en las relaciones laborales entre trabajadores y empleadores.
No es ese el caso del actual ACT en el que se constata que su objetivo es instaurar un régimen de proteccionismo a ultranza. De esta forma, allí donde la legislación vigente permite un ejercicio razonable de las facultades propias del poder directivo del empleador, el ACT las mediatiza al extremo de hacerlas inoperantes o sometidas a la discrecionalidad de la aprobación administrativa del Ministerio de Trabajo.
Es claro que el Derecho del Trabajo cumple una función tuitiva respecto del trabajador, pero ello no debería llevar al legislador a desconocer que son dos las partes del contrato de trabajo a las cuales les corresponden derechos y obligaciones.
El proteccionismo a ultranza colisiona con el modelo de economía social de mercado y el derecho a la libertad de empresa consagrado en nuestra Constitución, lo que, en palabras del Tribunal Constitucional (Exp.N°1405-2010-PA/TC) “son considerados como base del desarrollo económico y social del país y como garantía de una sociedad democrática y pluralista (…)”.
En sus afanes proteccionistas, el ACT parece ignorar que, según cifras del Instituto Nacional de Estadística e Informática, el 72.5% de la población económicamente activa se desenvuelve en el ámbito de la informalidad, esto es, desprovista de todo marco de protección laboral. Así, mientras más costosa y rígida sea la contratación de trabajadores más se estará alentando la informalidad, con lo cual se genera un efecto perverso: cada vez son menos los trabajadores a los cuales se aplica la legislación laboral, lo cual en buena cuenta significa vaciar de contenido el derecho del trabajo en razón del decreciente número de beneficiarios de sus disposiciones. Ciertamente, es claro que son los niveles de inversión privada y crecimiento económico los que explican el mayor o menor crecimiento del empleo en niveles significativos - y de ahí que no sería válido atribuir al ordenamiento laboral la principal responsabilidad en los altos índices de informalidad que existen en nuestro país- pero tampoco puede desconocerse que la regulación laboral juega un rol relevante en las decisiones y forma de contratación laboral que adoptan miles de empresarios en nuestro país.
Es en materia de estabilidad laboral en el que se detectan los mayores sesgos en que incurre el ACT, recurriendo para ello a dos vías paralelas: una indirecta, por la cual restringe o hace inviable la desvinculación laboral; y otra directa, por la que apunta a restaurar, subrepticiamente, la estabilidad laboral absoluta en nuestro ordenamiento legal, incrementando a su vez, y de modo significativo, los costos del despido.
Así, como mecanismos de protección indirecta, el ACT introduce modificaciones o incurre en omisiones que en los hechos impedirán ejecutar la desvinculación, no obstante la configuración de un supuesto de causa justa. A modo de ejemplo, en la actualidad ha devenido en impracticable la desvinculación del trabajador en razón de deficiencias, físicas, intelectuales, mentales o sensoriales sobrevenidas que le impidan el desempeño de sus tareas. Para ello se requiere que el Colegio Médico del Perú o entidades de salud del Estado (Ministerio de Salud o Instituto Peruano de Seguridad Social) evalúen el caso y emitan una certificación que acredite la deficiencia sobrevenida del trabajador. Sin embargo, dichas entidades simplemente no cumplen con emitir la respectiva certificación, mientras que una casación vinculante de la Corte Suprema (N° 11727-2016) no reconoce la facultad del Colegio Médico para este efecto, con lo que ha quedado trabada la desvinculación por este motivo. Con ello, el empleador debe mantener vigentes los contratos de trabajo de quienes ya no se encuentra en capacidad de continuar desempeñando las funciones para las que fueron contratados, obligándosele a generar puestos de trabajo superfluos que afectan su productividad y a asumir el costo de las vicisitudes del contrato de trabajo por razón incapacidad del trabajador, no obstante que estas deberían estar a cargo de la seguridad social. De ahí que mal hace el ACT al atribuir a una “comisión calificadora” la determinación de la situación de salud del trabajador, cuando la experiencia ha demostrado, una y otra vez, que ello resulta inoficioso para efectos de la desvinculación.
Otro extremo de proteccionismo ultranza lo encontramos cuando a la falta grave que amerita el despido del trabajador por haber cometido un delito doloso -supuesto actualmente previsto en nuestra legislación- se le agregan dos nuevos requisitos: (i) que se imponga al trabajador “una pena privativa de la libertad efectiva”; y, (ii) “que le impida el cumplimiento de la relación de trabajo”. Esta disposición implica que el empleador deberá mantener en la empresa a quien ha sido condenado por un delito doloso si no se verifican simultáneamente los dos requisitos en mención. Pongamos, por ejemplo, el caso de un trabajador que se desempeña como auxiliar en un nido de infantes y que ha sido condenado en la vía penal por tocamientos indebidos en un transporte público. Conforme a la legislación penal, existe la posibilidad que ese individuo no sea condenado a sufrir carcelaria efectiva, por lo que el empleador estará impedido de materializar su desvinculación. Cabe así preguntarse si los padres de esos niños se sentirían seguros de confiarlos a un sujeto de esas características, así el delito lo haya cometido fuera del centro de trabajo y en agravio de terceras personas. Desde nuestra perspectiva, este es un ejemplo en el que el proteccionismo a ultranza opta por proteger a un ofensor y no a cautelar requisitos básicos de idoneidad moral de quienes integran el centro de trabajo.
En la tipificación de las faltas graves que justifican el despido, el ACT suprime la obligación relativa a la buena fe laboral, limitando las obligaciones del trabajador a aquellas que resultan esenciales a su puesto de trabajo. El concepto de buena fe laboral, previsto en la actual legislación, importa el cumplimiento de deberes de fidelidad y lealtad por parte del trabajador. El deber de fidelidad alude al fiel cumplimiento de las obligaciones propias del puesto de trabajo. El deber de lealtad determina que el trabajador debe procurar evitar que se produzcan daños o situaciones de riesgo que afecten la seguridad o la integridad propias, la de sus compañeros de trabajo, de terceros, de los bienes de la empresa o de los que se encuentren bajo su custodia. Así, de advertir dicha situación, el trabajador debe dar la voz de alerta procurando evitar que se materialice el daño. Empero, de suprimirse el requisito de buena fe laboral, un trabajador que claramente advirtiese una situación de inminente peligro en el centro de trabajo, estaría facultado a mantenerse impasible alegando que no forma parte de sus obligaciones notificar a sus superiores sobre eventuales siniestros que pudieran producirse en el local de la empresa.
De otro lado, la legislación vigente califica como falta grave la reiterada paralización intempestiva de labores habida cuenta que, conforme a nuestro ordenamiento legal, dicha modalidad no corresponde a un medio legítimo de presión laboral hacia el empleador. Sin embargo, el ACT elimina ese supuesto y se limita a señalar que constituye falta grave “la disminución deliberada y reiterada en el rendimiento en el puesto de trabajo”, lo que ciertamente corresponde a una situación distinta. Esta última está referida a la afectación individual del rendimiento del trabajador, mientras que la reiterada paralización intempestiva de labores está aludiendo a una conducta colectiva, que la ley vigente proscribe expresamente, evidenciando así que esa no es una medida amparada por nuestra legislación. En efecto, el paro intempestivo no constituye el ejercicio legítimo del derecho de huelga, el cual debe observar determinadas formalidades (incluyendo un preaviso de cinco días útiles al empleador y a la Autoridad de Trabajo, o diez tratándose de servicios públicos esenciales). De esta forma, dejar de calificar como falta grave la reiterada paralización intempestiva de labores, conforme propone el ACT, transmite un mensaje equívoco sobre esta delicada materia.
En lo relativo al despido por abandono de trabajo (por ejemplo, ausencias injustificadas durante 16 días no consecutivos en un período de 180 días calendario) el ACT plantea modificar la norma vigente, exigiendo que cada ausencia deba haber sido sancionada disciplinariamente. Así, si el empleador omitiese sancionar oportunamente alguna de estas 16 ausencias, habrá incurrido en un despido inválido.
De otro lado, el ACT suprime como causa de despido a la injuria cometida por el trabajador en agravio del empleador, de sus representantes, del personal de dirección o de otros trabajadores. Pareciera que como quiera que subsiste la figura de grave indisciplina, se habría estimado que resulta redundante mantener la figura de la injuria, actualmente prevista en la legislación vigente. Empero, ello parece surgir de una confusión conceptual habida cuenta que indisciplina e injuria son supuestos distintos. Mientras la primera alude al incumplimiento de las disposiciones impartidas con relación a las labores, la segunda sanciona las expresiones que entrañan una falta de consideración y una intención de ofender. De ahí que eliminar a la injuria como un supuesto de despido implicará afectar seriamente las bases mínimas de respeto que debe primar en la conducta hacia el empleador y los compañeros de trabajo.
En materia de despidos colectivos, el ACT se mantiene en la figura surrealista que impera en nuestro ordenamiento. Se mantienen los supuestos ya previstos en la legislación actual y se regula el procedimiento aplicable para llevar a cabo ceses colectivos en la empresa, no obstante que ello no es más que letra muerta desprovista de toda eficacia. Salvo muy contadas excepciones, el Ministerio de Trabajo no aprueba los ceses colectivos solicitados por la empresas ya que casi invariablemente, encuentra alguna excusa para desestimar la solicitud del empleador, por más cuidadosa y contundente haya sido la justificación invocada para sustentar la medida.
Así, el ACT mantiene la regulación actualmente vigente, a sabiendas que la autoridad de trabajo mantendrá su tradicional política de bloqueo a este tipo de procedimientos. Con ello se fuerza al empleador a mantener personal que no resulta necesario, o cuyo costo no puede continuar asumiendo en razón de las dificultades económicas que la empresa puede encontrarse atravesando. Esto lo lleva intentar llevar a cabo desvinculaciones mediante mutuo disenso a cambio de un incentivo económico, que por depender de la voluntad de la contraparte suelen alcanzar sumas considerables, las cuales tienden a agravar una situación económica en la empresa que ya venía siendo precaria.
Estimamos que el pecado original de este esquema de desvinculación consiste en que se encuentra configurado bajo la modalidad del “despido propuesta” conforme al cual el empleador debe solicitar autorización a la Autoridad Trabajo para llevar a cabo el despido mientras que a esta se le asigna el ingrato papel de autorizar el despido colectivo solicitado por el empleador. Obviamente, en ese escenario, la autoridad de trabajo opta por la medida que le resulta más cómoda: desestima el pedido de la empresa. Así, se constata que a lo largo de un dilatado periodo los distintos Ministros de Trabajo han optado por la protección de la estabilidad laboral, pero en particular de la propia, evitándose así ser juzgados como responsables de la autorización de despidos de trabajadores.
Es por ello que debe abandonarse el esquema de “despido propuesta” para pasar a un régimen similar al que opera en el despido individual. En este la medida dispuesta por el empleador resulta eficaz y surte efecto, pero queda sujeta a su acreditación en caso que la misma sea impugnada en sede judicial. De la misma forma, de resultar infructuosas las negociaciones entre la empresa y el sindicato o los trabajadores afectados para llevar a cabo un cese colectivo debería surtir efecto la medida de desvinculación dispuesta por el empleador. Corresponderá a la empresa demostrar el sustento y procedencia de la medida en el respectivo procedimiento judicial en caso este sea promovido y asumir las reparaciones económicas que correspondan si se demostrase la improcedencia de la medida. Debe tenerse presente que ese es el modelo que prevén distintos instrumentos internacionales, como el Convenio 158 OIT y la Directiva 98/59/CE de la Unión Europea, y que a su vez recogen numerosas legislaciones, tales como la de Alemania, Dinamarca, España, Francia, Inglaterra, Italia, Suecia, Argentina, Colombia y Chile, por señalar solo algunos casos. En ninguno de estos regímenes opera el denominado “despido propuesta” que tanta ineficacia ha demostrado en nuestro medio.
Además de las fórmulas de protección indirecta que hemos comentado y cuyo objeto es inviabilizar la desvinculación, el ACT desarrolla mecanismos de protección directa al regular la estabilidad laboral, el instituto más controversial de nuestro ordenamiento laboral.
El ATC desarrolla el despido sin causa justificada pero, curiosamente, se limita a recoger, parcialmente, los criterios del Tribunal Constitucional (TC) previstos para la figura del despido fraudulento, supuesto que conlleva la reposición del trabajador. Así, el ATC se limita a regular el despido nulo, tipificándolo, entre otros supuestos, como aquel cuya causa no ha sido probada en juicio cuando las pruebas que lo sustentan son calificadas de falsas. Así, por la expeditiva vía de atribuirle a la prueba la condición de prueba falsa, se abre el camino para que se califique el despido como nulo y se ordene judicialmente la reposición del trabajador, además del pago de las remuneraciones devengadas durante el proceso. Alternativamente, a elección del trabajador, este podrá optar por el pago de la indemnización por despido, más el importe correspondiente a las remuneraciones devengadas. Mas aun, si el despido corresponde a determinados supuestos agravados, corresponderá. el pago de una reparación por daños y perjuicios en adición a la reposición o el pago de la indemnización.
Así, el ATC se aparta de los criterios del TC -no obstante su carácter vinculante- al omitir regular el despido arbitrario, esto es, el despido no probado en juicio, al cual solo corresponde resarcirlo con el pago de una indemnización. De esta forma, subrepticiamente, se apunta a instaurar nuevas vías para la reposición, aproximándose con ello a un esquema de estabilidad laboral absoluta.
A lo expuesto se agrega el notorio incremento de la indemnización por despido. A diferencia de lo que dispone la legislación vigente -que fija un tope de doce sueldos como indemnización ente el despido arbitrario- el ACT elimina dicho tope, con lo cual será equivalente a 45 días de remuneración por cada año de servicios, sin límite alguno, sin perjuicio de la reparación por daños y perjuicios en el supuesto antes indicado.
Creemos que la regulación que el ATC propone en materia. de estabilidad laboral acentuará sensiblemente los niveles de rigidez laboral que persisten en nuestra legislación. Recordemos que la Organización para la Cooperación y el Desarrollo (OCDE) ha señalado que en el Perú prevalece un mercado de trabajo segmentado y con una regulación rígida, destacando que un marco normativo flexible contribuiría a que nuestro país sea un destino de inversión. Por su parte, el Foro Económico Mundial ha ubicado al Perú en el puesto 131 de 141 países en materia de contratación y despido, esto es, a la cola de los países con mayor rigidez laboral en el mundo.
Es claro, pues, que de aprobarse el ATC podremos aspirar a encontrarnos en la final del campeonato mundial de la rigidez laboral.
Confiemos que ello no será así y que el ATC será reformulado de manera que permita arribar a consensos básicos entre los interlocutores sociales haciendo factible que podamos contar con una legislación equilibrada que aspire a perdurar en el tiempo.