Denisse Rodríguez Olivari, candidata a doctora en Ciencia Política en la Universidad Humboldt de Berlín
Algunos deben haber oído aquella frase atribuida a Nelson Mandela que dice: “Si le hablas a un hombre en un idioma que entiende, va a su cabeza. Pero si le hablas en su propio idioma, va a su corazón”. Sin duda, unas de las locuciones más poderosas sobre aprender a tender puentes entre nosotros. Sin embargo, y pese a la fuerza de esta frase, Mandela nunca la dijo tal como ha sido difundida. En realidad, el exmandatario sudafricano se refería a hablar afrikáans para poder comprender ‘el idioma del opresor’ y conocer su fuerza y debilidad como regla elemental de una pelea (de Galbert, 2019). Promovía aprender dicho idioma a fin de luchar contra el apartheid, sistema de segregación racial vigente en Sudáfrica y Namibia durante décadas, y por cuyo rol predominante trayendo abajo dicho régimen, obtuvo el Premio Nobel de la Paz en 1993.
Reconocer la desigualdad en una situación de conflicto no resulta fácil pues supone cuestionar los privilegios de aquellos que detentan el poder en un determinado momento. Dentro de las más comunes están las disputas territoriales, étnicas y lingüísticas. Con frecuencia, estas derivan en altos niveles de polarización política en el Perú y en el mundo. Estas suelen generar fuertes impactos, impulsando debates, movimientos y marcando para siempre las instituciones. Por ejemplo, el uso del catalán ha sido clave para la construcción de la identidad. Recordemos que por casi 40 años, el uso de dicho idioma fue proscrito durante la dictadura de Francisco Franco. Durante la transición española, una normalización lingüística fue llevada a cabo a fin de revalorizar su uso, y si bien, solo uno de cada tres catalanes tiene como lengua materna dicho idioma, más de la mitad se consideran bilingües (IDESCAT, 2023). Y aunque el rol de la lengua ha sido clave para el ‘procés independentista català’ que busca la autodeterminación y la independencia de Cataluña, no ha sido el único.
De acuerdo con el Atlas de Idiomas de la UNESCO, casi la mitad de las lenguas que se hablan actualmente en el mundo corren peligro de extinguirse (43%). En los últimos 40 años, ya han desaparecido 35 lenguas en el Perú. Actualmente, la tercera parte de los latinoamericanos que hablan lenguas originarias son quechuahablantes: casi ocho millones. Este el mismo número de personas que hablan hebreo, o el mismo catalán.
Sin embargo, pese a estar contemplada en nuestra Constitución como una de nuestras lenguas oficiales, hablar quechua te coloca en una posición relegada, y hasta peligrosa, en nuestro país. De acuerdo con la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, aproximadamente el 75% de las víctimas del terrorismo tenía el quechua como lengua materna. Esta cifra triplica la de las víctimas cuyo idioma materno era el castellano. Ciertamente, no porque fuesen quechuahablantes, sino por la confluencia de su condición indígena y concentración del conflicto en dichas áreas.
En los últimos años, las protestas sociales han sido marcadas por la estigmatización basada en factores étnicos, raciales y lingüísticos que fomentan un clima de discriminación y violencia hacia un gran sector, sino el mayoritario, de nuestra sociedad. Más grave aun cuando los niveles de represión alcanzan picos en las regiones que no son Lima, sobre todo donde hay un porcentaje importante de comunidades campesinas y pueblos originarios.
Esta fragmentación también se observa en otros aspectos de nuestro país. No de forma literal a nivel lingüístico, pero sí a nivel político. La falta de cohesión y diálogo al interior del Congreso no solo producto de factores institucionales, sino también de factores individuales. Algunos miembros deciden separarse del partido por el que fueron elegidos por intereses personales o disputas internas. Las ideas, la política y la ideología son elementos escasos, o casi nulos, en la política peruana. La división de los partidos al interior del Congreso peruano sucede hace tanto que se convierte en un acontecimiento esperable cada cinco años, en las buenas – o no tan malas – épocas en que los periodos presidenciales duraban lo estipulado por la ley. Por ejemplo, en 2016, el Congreso electo estaba compuesto por seis grupos parlamentarios, y en el momento de su disolución, esa cifra se duplicó.
Según Jaramillo (2023), donde la competencia electoral es intensa, menor será la disciplina partidaria, lo que conlleva a su vez a la desintegración de los grupos parlamentarios.
Esta incapacidad de dialogar nos sigue costando caro. Perpetuar el discurso de algunas autoridades y personajes públicos que acrecientan la división deslegitima demandas –algunas legal o materialmente imposibles–, pero que reflejan brechas sin resolver. Precisamente, en estos contextos de polarización, es que urge la capacidad de escuchar y entendernos, visibilizando al ‘otro’, sobre todo aquel en situación de desventaja. No solo porque es lo moralmente correcto sino porque es el único camino para salir de la crisis actual del Gobierno.