Escribe: Carlos Anderson, congresista de la República
Entre los muchos y muy distintos campos de estudio a los que los economistas dedican sus poderosas herramientas de análisis hay uno que –en estos días de asesinatos por encargo (sicariato), carta-bombas y derribamientos de torres de energía (actos terroristas)– debería atraer el interés no solo de nuestros economistas locales, sino también de nuestros políticos, autoridades, periodistas, intelectuales, académicos, y demás interesados en la salud, la paz, el bienestar económico y la convivencia social: la Economía del Crimen y Castigo.
En efecto, dicha rama de la Economía estudia las decisiones detrás de lo que el gran escritor ruso, Fedor Dostoievski, describió con tan elevado realismo en su obra cumbre: la comisión de un crimen y sus intentos por justificarlo acudiendo a una serie de argumentos racionales. Con la diferencia de que los economistas –como no podía ser de otro modo– en vez de literatura, prefieren acudir a “modelos”. En este caso específico: modelos de comportamiento racional individual.
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Dichos modelos se enfocan en entender los motivos detrás de la decisión de una persona de involucrarse en actividades ilícitas, en las estrategias para prevenir el comportamiento ilegal/criminal, en el impacto de la criminalidad sobre las víctimas y la sociedad, y en los efectos de las políticas y sanciones diseñadas para combatirla. El primero en invadir los terrenos de la criminología con sus modelos de comportamiento racional individual fue el premio nobel de Economía Gary Becker a fines de los años 60 del siglo pasado. Desde entonces, sus herederos intelectuales han derramado ríos de tinta sobre tan sensible materia. El Sr. Becker, con la ayuda de un modelo sencillo de preferencias constantes, estudió cómo los cambios en la probabilidad y severidad de la sanción puede afectar la decisión del criminal –suponiendo, como exige el modelo de elección racional, que antes de cometer el delito, el criminal realiza, consciente o inconscientemente, un análisis costo/beneficio de la decisión de delinquir.
Una infinidad de estudios empíricos demuestran que este modelo simple de análisis es sumamente efectivo para entender la criminalidad a nivel individual y también a nivel colectivo. Lo importante es tener en cuenta cuáles son esos beneficios potenciales (económicos, psicológicos o de reputación social) y cuáles son los costos –pecuniarios (gastos de abogados, ingresos no percibidos, etcétera) y no pecuniarios (perdida de libertad, estigma social) a ser tomados en cuenta. Pero, sobre todo –y este es el punto neurálgico en el caso del Perú– cuál es la probabilidad de que quien comete el delito sea eventualmente, capturado, juzgado, condenado y puesto efectivamente en prisión.
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Digo que este es el punto neurálgico en el Perú porque, la verdad sea dicha, las penas no pueden ser más altas o “gravosas”, como le gusta decir a los abogados, y sin embargo la corrupción y la criminalidad campean sin que nada ni nadie las detenga. ¿De qué sirve, por ejemplo, que la pena máxima por robar un celular sea 30 años si la probabilidad de que alguien sea capturado, juzgado, condenado y puesto en prisión por este delito sea prácticamente cero? Hasta donde yo sé 30 multiplicado por cero da cero. Lo mismo puede decirte de absolutamente todo otro tipo de delito.
El caso del lavado de activos es otro terrible ejemplo. Un estudio relativamente reciente del Instituto del Futuro (“La otra pandemia: el lavado del dinero y sus múltiples cepas”, mayo del 2022) muestra la triste inutilidad de los reportes de operaciones sospechosas (ROS) de la Unidad de Inteligencia Financiera (UIF). En un periodo de casi 12 años, del 2009 al 2021, de los más de 78,000 ROS emitidos por la UIF tan solo 11 terminaron en sentencias condenatorias. En el mismo periodo, del total de dinero que tendría que haberse pagado por concepto de reparación civil, lo efectivamente recaudado por el Estado peruano apenas llegaba al 1 por ciento. Por lo menos en materia de lavado de activos, a pesar de todo el ruido mediático, la probabilidad de que se materialice el costo de la criminalidad es prácticamente cero. Es decir, puro beneficio para quien toma la decisión de delinquir a pesar de la aparente severidad de las penas.
¿Dónde radica entonces el problema? ¿Cómo disminuir la corrupción y la criminalidad? Pues atacando directamente la causa del problema: la incapacidad del sistema de justicia –Policía, Ministerio Público, y Poder Judicial– para elevar sustantivamente la probabilidad de que quien cometa un delito pague efectivamente el costo de su decisión. Para ello necesitamos una verdadera reforma del sistema de justicia que parta –como señaló en una conferencia el Dr. Luis Lamas Puccio– por democratizar la elección de jueces y fiscales, despolitizando su elección, en particular, de entes claves como la Junta Nacional de Justicia o la Corte Suprema de Justicia, así como entes cuasi políticos relacionados, como la Defensoría del Pueblo, la Contraloría General de la República y el Tribunal Constitucional. Porque, la verdad sea dicha, “el estado de cosas”, con su mezcla mortal de corrupción y criminalidad, es perpetuada por una súper estructura de corte político, con “autoridades” con vocación criminal, dispuestos a hacer cualquier cosa con tal de proteger “sus intereses”. Y sus intereses, no nos equivoquemos, son absolutamente contrarios al interés nacional.
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