Congresista
El filósofo británico Karl Popper se preguntaba si una sociedad tolerante debería tolerar la intolerancia, en lo que llamó “la paradoja de la intolerancia”. Y luego de mucho analizar el problema –tomando como punto de partida la Alemania nazi– llegó a la conclusión que no. Que ninguna sociedad debe tolerar la intolerancia, porque la intolerancia es la verdadera partera de la violencia y la violencia es quien sepulta las democracias.
Necesitamos una forma distinta de acercarnos a la política, reemplazando el ataque artero a las personas por la discusión sustantiva acerca de los problemas del país, si es posible, haciendo uso de la esgrima verbal del tipo que en el pasado dio lustre y legitimidad a anteriores versiones del Congreso de la República.
Necesitamos por ello alejarnos de esa visión de la “política como conflicto”, de la política como una relación de amigos y enemigos (“friends and foes”), y de la política maniquea, donde no existen matices ni puntos medios. Porque en esa versión de la política–tan enraizada en nuestro país en lo que va del presente siglo– la negociación sabe a componenda, los acuerdos de paz son siempre precarios y, el conflicto es permanente. Y así ninguna sociedad puede salir adelante.
Necesitamos –en suma– una “política de la tolerancia”, como alternativa ante una sociedad polarizada entre “derechistas y comunistas”, en constante enfrentamiento, marcada por el antagonismo, y el tipo de tensión que al menor descuido puede degenerar en violencia.
Porque además de ser un antídoto a la violencia fratricida, la política de la tolerancia ayuda a pensar en matices, ayuda a facilitar las mediaciones y a neutralizar los conflictos. Los conflictos nunca desaparecen, ni mucho menos, pero gracias a esta forma diferente de acercarse a la política, sí quedan diferidos de una manera prolongada.
En este inconcluso y a veces desesperante proceso de 200 años de construcción de un Estado democrático se hace aún más imperativo no ceder a los cantos de sirena del autoritarismo, del macartismo ideológico, del bullying, del “escracheo”, del ataque ad hominem como excusa ante la falta de argumentos. La violencia política y la actitud pasiva de las autoridades –como viene sucediendo con demasiada frecuencia en estos días– es la fórmula perfecta para terminar de matar cualquier intento por disminuir la conflictividad política.
Por todo ello, combatamos la violencia verbal –en las calles, en el parlamento, pero sobre todo, en el mundo virtual, donde–al amparo del anonimato y justificada en una supuesta irrestricta libertad de expresión–los trolls se permiten lanzar cobardemente todo tipo de improperio. Rechacemos todo tipo de acoso callejero o digital venga de la derecha extrema o de la izquierda.
De esta manera, iremos avanzando en la construcción de una verdadera democracia, comenzando por reconocer –como supuestamente dijo el Inca Atahualpa– que “usos son de la guerra el vencer y ser vencidos”. Porque, en una democracia, efectivamente, se gana y se pierde. Lo importante es reconocer que también se pueden dar situaciones de empate y que en esas circunstancias necesitamos crear espacios de conciliación de las diferencias. El Congreso de la República debería ser ese espacio. Ojalá reconozcamos todos la responsabilidad que tenemos de manera colectiva en la creación de una cultura de la tolerancia donde lo único que no se pueda tolerar sea la intolerancia.