La crisis estructural e institucional de ámbito global, extraordinariamente potenciada por la invasión rusa a Ucrania, está mostrando su tenebrosa y compleja dimensión económica y humanitaria.
Si bien su componente migratorio, cuantificado por la ONU en 9/10 millones de desplazados ucranianos y 3.5 millones de expatriados afecta, de momento, sólo a Ucrania y a sus vecinos, llegará al resto de Europa cuando la capacidad de absorción vecinal se sature.
Y su variable inflacionaria no es sólo una muestra estadística de desbalance económico global. Como se sabe, ésta se expresa especialmente en el incremento de los precios del petróleo y de los commodities.
Su impacto podría superar la capacidad de mitigadora de los bancos centrales. Especialmente si esas entidades deberán evitar que el ajuste no desatienda el impulso recesivo de la desaceleración económica en marcha.
El sector humanitariamente más sensible del proceso inflacionario concierne al incremento de los precios de los alimentos (especialmente, el de los cereales) y su correlato de hambre y de inestabilidad social (especialmente en los países en desarrollo).
Esos efectos ya se reflejan en el Medio Oriente y en el África subsahariana que dependen extraordinariamente de las importaciones de trigo de Ucrania y Rusia. Al respecto, mencionemos a Egipto y Líbano -que importan desde Ucrania el 80% y 70%, respectivamente, del trigo que consumen desde Ucrania. Y también a Túnez, Libia y Siria. Ellos ya están padeciendo gravísima escasez (FT).
Pero estos países son sólo la punta de un iceberg de afectados: aproximadamente el 50% de las importaciones de trigo de alrededor de 26 países dependen de las ventas ucranianas y rusas, mientras que el 30% de las importaciones de ese alimento por otros 50 países dependen del origen mencionado. Y 30% o más de las importaciones de fertilizantes de 25 países (incluyendo al Perú) dependen de las exportaciones rusas.
Siendo el trigo un componente básico de la alimentación de 35% de la población mundial que no cuenta con sustitutos al alcance de la mano, el desafío a la seguridad alimentaria global es real y presente según la FAO (Global Food Markets and Prices).
El FMI, la OCDE y el G7 tienen la misma impresión. Pero ellos llaman también la atención sobre otros vectores de riesgo.
En efecto, el FMI recuerda que el incremento de los precios de los commodities es sólo una de las vías de trasmisión global del conflicto generado por Rusia y por las sanciones impuestas. Su impacto en el incremento de la pobreza por inflación erosionarán, como es obvio, el valor de los ingresos cuando éstos no se han recuperado de la pandemia. En el caso de América Latina la inflación generada se sumará al incremento preexistente de 8% en promedio que compromete a los mayores países del área.
Pero los impactos adicionales son mayores. Éstos se registran en pérdida de seguridad económica, de buen funcionamiento de los acuerdos regionales, de la normalización de los flujos del comercio, de la recomposición de las cadenas de aprovisionamiento, del flujo de remesas. Ello se reflejará en incertidumbre de la inversión y en pérdida de confianza de los agentes económicos. Y también en la afectación del valor de los activos y de las condiciones financieras del sistema promoviendo, eventualmente, salida de capitales.
El impacto de estos problemas en el crecimiento global será efectivo. La OCDE estima que la desaceleración global puede equivaler a la pérdida de un punto porcentual en relación a la proyectada en diciembre (4.5%) mientras la inflación aumentaría en 2.5% adicionales. Ello depende no sólo de la consistencia del modelo de medición sino de la duración del conflicto.
En efecto, si el conflicto se prolonga, la OCDE estima que los efectos de largo plazo se expresarán en incrementos imprecisos del gasto de defensa, en cambio sustancial de la estructura de ciertos mercados (como el energético) y en la composición de las canastas de reservas. Esos impactos debilitarían adicionalmente el proceso de globalización y aumentaría el riesgo de la conformación de bloques con las pérdidas consecuentes de especialización y de productividad globales.
Sobre el particular, ya se puede ver la disposición de la Unión Europea y en ciertos países a controlar las exportaciones alimentarias para disminuir los riesgos de desabastecimiento (FT) asumiendo el incremento de stocks y de proteccionismo.
Lo extraordinario de este panorama es confirmar que economías relativamente pequeñas (como lo eran las de la OPEP en la década de los 70 del siglo pasado) pueden generar extraordinario daño global. En efecto, Rusia y Ucrania suman sólo alrededor del 2% del PBI mundial. Pero representan el 30% de las exportaciones de trigo y 20% del maíz, de los fertilizantes minerales y del gas natural (OCDE) que se tranzan en escenarios sectoriales de gran dependencia.
Si, como es evidente, los efectos de la invasión rusa a Ucrania y de la retaliación económica han extraído a la guerra de su mortífero y más o menos delimitado campo de batalla, la necesidad de cooperación para lograr una solución a los problemas de ámbito global generados por esa agresión se ha incrementado. Ese requerimiento podría ser de largo plazo a pesar de las tendencias a la reacción singular de ciertas potencias.
El Perú, que se demoró en reaccionar en la condena de la invasión y sólo lo ha hecho en la OEA y en la Asamblea General de la ONU, requiere ahora de iniciativas y de cooperación de política, selectiva y concreta, con los afectados. Éstas no corresponden sólo al ámbito del ministerio de Economía. La Cancillería, como si el Perú pudiera afrontar solo al creciente desorden global y los efectos de la guerra, no parece estar aún al tanto.