Unas diez personas que no abandonaron el edificio durante la ocupación fueron asesinadas y sus cadáveres yacieron en el patio durante semanas. (Foto: Ronaldo Schemidt / AFP)
Unas diez personas que no abandonaron el edificio durante la ocupación fueron asesinadas y sus cadáveres yacieron en el patio durante semanas. (Foto: Ronaldo Schemidt / AFP)

La carretera que conduce a las ciudades recientemente liberadas al oeste de está repleta de tanques rusos destrozados que ahora reposan en la cuneta formando una hilera infinita.

Delante de uno de esos amasijos de hierro, Sasha ha estacionado su coche para tomarse un descanso antes de retomar su camino a Irpin, la que fue su casa antes de que las tropas rusas la redujeran a cenizas y cometieran una masacre.

Este ucraniano de 35 años, constructor de profesión, huyó de esta ciudad que colinda con la capital el 24 de febrero, cuando empezó todo. Su mujer y sus hijos, menores de tres años, escaparon a Polonia y Sasha recorrió 130 kilómetros al oeste para reunirse con su madre, donde ha permanecido hasta ahora.

Una semana después de que las tropas ucranianas retomaran la ciudad, ha decidido regresar a Irpin para ver qué pertenencias puede rescatar de entre las cenizas y el reguero de cadáveres que dejaron las tropas rusas a su paso.

“Tengo dos hijos que se han quedado sin una casa en la que vivir. Ahora voy a Irpin, a ver qué puedo rescatar de mi piso que no fuera destruido”, dice en un tono nervioso.

Un largo camino de regreso

Ahora se tarda dos horas en entrar a Irpin, cuando desde Kiev el camino era antes de tan solo 20 minutos. Cientos de vecinos colapsan la estrecha carretera de solo dos carriles -y flanqueada por coches carbonizados-, con el mismo objetivo que Sasha.

La devastación está presente desde la entrada a la ciudad. Edificios destruidos por proyectiles, un intenso olor a plástico quemado y un coche con un impacto de bala en el parabrisas en el que se puede leer en ruso la palabra “niños”, en un intento fallido para que las tropas rusas tuvieran piedad.

Sasha aparca su auto enfrente de su bloque, completamente devastado: “No puedo ni describir lo que siento”, dice, al tiempo que recuerda que antes de la guerra tenía “una vida normal” con su familia.

Para llegar a su piso hay que subir por unos escombros amontonados que antes eran unas escaleras, haciendo eslalon para no pisar cristales rotos o peor: un proyectil sin explotar.

Su apartamento no ha sufrido graves daños y está cerrado con llave, señal de que los rusos no lo saquearon como lo hicieron con tantos otros. En el salón de su casa permanecen las cunas de sus hijos y algunos de sus juguetes.

Sasha hace las maletas con ropa, utensilios de cocina, herramientas y aparatos electrónicos: lo poco que ha podido rescatar de lo que fue su casa, aunque mantiene ciertas esperanzas de regresar.

“Espero poder volver para otoño, pero creo que será más tarde porque hay que renovar todo el edificio. No sé cuándo me reuniré con mi familia, quizás cuando la guerra termine... Porque no hay lugar para que mi familia pueda volver”, lamenta.

Un reto psicológico

En el patio del bloque de Sasha se encuentran Serguei e Ivan. Equipados con linternas y guantes han estado limpiando el edificio durante cuatro días, abriendo los accesos para que los inquilinos pudieran entrar a sus pisos y recuperar sus pertenencias, algo que aseguran “fue muy peligroso”.

Según Serguei, “el mayor reto fue el psicológico” al ver sus casas destrozadas y la mitad del bloque saqueado por los soldados rusos. Asegura que unas diez personas que no abandonaron el edificio durante la ocupación fueron asesinadas y sus cadáveres yacieron en el patio durante semanas.

Pero Ivan sufre todavía más las consecuencias de un conflicto que ya ha experimentado antes: “Yo vivía en Donetsk. En el 2014 tuvimos que escapar de la guerra y fuimos a Irpin”, dice entre suspiros. “Y ahora, otra vez, estamos sin casa”.

Los que no pudieron huir de Irpin

Olga, de 62 años, no pudo huir de Irpin durante la invasión rusa porque a su marido le dio un infarto poco antes de la guerra y no se podía mover: “No podía dejar solo a mi marido”, relata. Eso supuso también que no pudieran ir al refugio subterráneo porque viven en un noveno.

Se las apañó para que los dos pudieran sobrevivir y encontró un pozo de dónde conseguir agua, después de que los ataques devastaran la red de abastecimiento; mientras que cocinaba lo que podía en una hoguera improvisada.

De la misma forma, Alexandre, de 56 años, se quedó en su casa porque su anciano padre estaba enfermo, pero finalmente acabó muriendo antes de que Irpin fuera liberada.

Su casa no resultó muy dañada y ahora se dedica a ayudar a las autoridades a encontrar posibles ubicaciones donde los rusos plantaron minas antipersona.

Su intención es quedarse en Irpin y hacer lo que pueda para que vuelva a renacer: “Si sobreviví a la ocupación, ahora no tengo ningún motivo para irme”, asevera.