Horca, decapitación u hoguera. La ciudad de Londres cosechó en su día la fama de ser “la más sangrienta de Europa” por su mano dura con la pena de muerte, abolida en 1868, tras ser el escenario de decenas de miles de ejecuciones públicas de las que no escaparon ni la aristocracia ni la Corona.
Ahora, las historias de estos condenados, con nombres y apellidos, configuran el sombrío relato de la muestra “Executions”, en el Museo de Londres Docklands, que explora casi 700 años de penas capitales a partir de documentos y objetos, incluido el atuendo que llevaba puesto el rey Carlos I cuando le cortaron el cuello durante la guerra civil inglesa.
“El año 1196 es nuestro punto de partida porque ahí tenemos la primera evidencia documental de una ejecución pública, en Tyburn, y sentimos que era realmente importante no hacer conjeturas o suposiciones, sino estudiar documentos y pruebas”, contó a EFE la comisaria, Beverly Cook, quien ha reunido documentación de la misma colección del museo y de los Archivos Nacionales.
Esta primera ejecución recayó sobre William Fitz Osbert, el “abogado de los pobres”, que tras haber liderado una revuelta popular fue llevado hasta la horca de la aldea rural de Tyburn -por aquel entonces a las puertas de la capital-, el mismo suelo que hoy pisan tantos turistas que visitan Marble Arch, donde nace la concurrida calle comercial de Oxford Street.
Tyburn acogió numerosos ahorcamientos ante audiencias de 50,000 personas y se convirtió en símbolo de estas prácticas, con una célebre horca en forma triangular recreada en la exposición, “El Árbol de Tyburn”, que segó la vida a 1,100 hombres y a casi un centenar de mujeres tan solo en el siglo XVIII.
“Estaba completamente normalizado. Hombres, mujeres, niños, todos los que vivían en Londres habrían sido conscientes de ello”, apunta Cook, quien resalta que, “incluso sin ir nunca expresamente a una ejecución”, era habitual ver en la calle procesiones de condenados dirigiéndose al patíbulo.
Londres, conocida entonces como “ciudad de las horcas”, integró por completo las ejecuciones públicas en su imaginario, paisaje y cultura popular, engrasando la economía del entretenimiento incluso ante públicos infantiles, con espectáculos de títeres que terminaban ejecutados con una soga al cuello.
“Más personas fueron condenadas a muerte en Londres que en cualquier otro lugar de Europa en el siglo XVIII. Y eso fue un resultado directo del Código Sangriento”, sostuvo Cook, en referencia al conjunto de leyes penales con más de 200 delitos asociados a la pena capital, cuyo castigo a diestro y siniestro hizo que fuese llamado “Bloody Code”, Código Sangriento en inglés.
Según la historiadora, el contexto de alta actividad comercial en Inglaterra hizo que proteger la propiedad privada fuese primordial, con un estado que castigaba ferozmente a todo aquél que pusiera en riesgo el orden socioeconómico, “volviéndose mucho más capitalista antes que otros países europeos”.
En la muestra, abierta hasta mediados de abril, también se puede ver la puerta original recubierta de hierro de una de las prisiones más notorias, la de Newgate -demolida en 1902-, la misma puerta que cruzaron tantos reos en sus últimas horas de vida con la desdicha designada por un juez desde el tribunal penal de Old Bailey, a escasos metros.
La decapitación, reservada a los nobles
Recortes de prensa, viñetas y sentencias originales nos transportan a cómo se desarrollaba el proceso judicial, que pasaba por un último intento de salvación con cartas de petición de indulto al monarca o al Ministerio de Interior.
De poco le sirvió al rey Carlos I haber ostentado este poder de clemencia. Lejos de salvar su propio pellejo, fue decapitado públicamente por traición a la patria el 30 de enero de 1649, en medio de enfrentamientos entre parlamentarios y monárquicos.
Al ser una mañana de invierno con bajas temperaturas, Carlos I se enfundó unos guantes y un grueso vestido para evitar, a toda costa, que el público viera temblar a un rey. Ahora, esas prendas reposan en una de las vitrinas, con unas sutiles manchas en el tejido descoloridas por el tiempo, supuestamente originadas por la sangre derramada.
Si Francia pasó a la historia por derrocar a la Corona con su guillotina, Inglaterra también ha nutrido un pasado de decapitaciones de aristócratas con hacha o espada -conocida es la crueldad de Enrique VIII, que mandó a decapitar a dos de sus esposas-.
Y es que este golpe seco e inmediato estaba reservado a la nobleza -ejecutados, sí, pero con privilegio al fin y al cabo-, mientras que al resto les esperaba el largo sufrimiento de morir hervidos, quemados en llamas o, mayoritariamente, estrangulados bajo la sombra de la “ciudad de las horcas”.
(Con información de EFE)