Por Hal Brands
Las guerras que son causadas por personas también pueden ser causadas por procesos históricos profundos. Para la muestra un botón. Si analizamos los enfrentamientos en Ucrania, el conflicto es obra del presidente ruso, Vladímir Putin, un gobernante decidido a reafirmar la grandeza de Rusia a expensas de una Ucrania independiente. Sin embargo, también es parte de una historia más amplia sobre lo que sucede cuando los imperios se desmoronan.
La guerra en Ucrania es la más reciente y la peor de las que se han librado por los restos de la Unión Soviética, un imperio cuya agonía continúa unos treinta años después de que la propia unión dejara de existir. Lamentablemente, no será el último conflicto.
El siglo XX fue testigo de la ruptura de los grandes imperios euroasiáticos que alguna vez dominaron los asuntos globales. La Primera Guerra Mundial destruyó los imperios ruso, austrohúngaro, otomano y alemán. La Segunda Guerra Mundial derribó imperios gobernados por Tokio, Roma y (una vez más) Berlín.
Posteriormente, la descolonización acabó con los imperios británico, francés y portugués. Y el final de la Guerra Fría acabó con la Unión Soviética, que primero perdió sus satrapías en Europa del Este y luego se desintegró en 15 Estados independientes.
Sin embargo, los imperios no mueren rápidamente: su colapso, escribió el historiador Serhii Plokhy, es un “proceso más que un acontecimiento”. Cuando cede una vasta entidad que alguna vez se mantenía unida por la disciplina de hierro de la metrópoli, no podemos esperar un statu quo nuevo y estable de la noche a la mañana.
La tensión actual en los Balcanes y el Medio Oriente nos recuerdan que los legados de los imperios austrohúngaro y otomano aún no se definen de manera clara. La relación entre Gran Bretaña y sus antiguas colonias continúa evolucionando.
Dado que la Unión Soviética fue gobernada de manera tan brutal, su desintegración ha sido particularmente complicada. El fin del Estado soviético eliminó las restricciones que habían suprimido las tensiones étnicas y las rivalidades nacionales entre las partes constituyentes del imperio, y dio a luz a nuevos Estados con volatilidad política. También precipitó una lucha en curso entre el país que había dominado el imperio, Rusia, y los Estados y pueblos que ahora buscaban escapar del alcance de Moscú.
El resultado fue lo que los académicos han llamado las “guerras de sucesión soviética”, una serie de conflictos sangrientos en áreas en disputa desde Europa del Este hasta Asia Central. Durante la década de 1990, las guerras perturbaron a Nagorno-Karabaj, Transnistria, Chechenia, Abjasia, Osetia del Sur y Tayikistán, a menudo atrayendo a Estados vecinos y fuerzas de paz internacionales.
Algunos de estos conflictos se cocinan a fuego lento desde entonces; otros, como la disputa sobre Nagorno-Karabaj entre Armenia y Azerbaiyán, o la lucha entre Georgia y las provincias separatistas de Osetia del Sur y Abjasia respaldadas por Moscú, reavivaron grandes conflictos internacionales. El fin de la Unión Soviética fue un terremoto geopolítico cuyas réplicas desestabilizan el sistema internacional aún hoy.
Ucrania ha vivido el remezón más discordante de todos: la guerra actual se distingue por la ferocidad de los combates y el ilimitado esfuerzo de Putin por borrar a otro país del mapa. Sus orígenes más inmediatos emanan del carácter cada vez más totalitario del régimen de Putin, que le permite ser más agresivo al mismo tiempo que le exige encontrar enemigos externos; así como en la cuestión de si Kiev se alineará con Moscú o con Occidente.
Sin embargo, también forma parte del gran tumulto postsoviético. La declaración de independencia de Ucrania a fines de 1991 ayudó a destruir el Estado soviético y aceleró la disolución imperial subsiguiente. Por lo tanto, no sorprende, y es tristemente simbólico, que Ucrania figure al centro del esfuerzo de Putin por reconsolidar el dominio que una vez tuvo Moscú.
La guerra no se ha desarrollado según los planes de Putin: Ucrania se ha defendido de manera admirable y se resistirá durante mucho tiempo a ser incorporada por la fuerza a una esfera de influencia rusa.
La búsqueda de Putin de la resurrección imperial, en este caso, ha potenciado la creación del nacionalismo ucraniano. No obstante, si Rusia ha pagado un alto precio por su desventura, eso no significa que las guerras de sucesión soviética hayan terminado.
Cuando sea que se acabe el conflicto entre Rusia y Ucrania, la línea divisoria entre los dos Ejércitos podría convertirse simplemente en otra frontera postsoviética disputada donde la constante tensión provoca violencia periódica. Ya sea que Rusia gane o pierda, el resultado cambiará el equilibrio de poder dentro de la antigua Unión Soviética, provocando quizás una reintensificación de viejas disputas con Moldavia, Georgia u otros Estados.
El potencial de violencia en Asia central sigue siendo alto, como lo demuestra una revuelta antigubernamental en Kazajistán, que precipitó la intervención rusa a principios de este año.
Un cambio de Gobierno o un motín militar en Bielorrusia —de los cuales no puede obviarse ninguno debido a la severa insatisfacción con el régimen autocrático de Aleksandr Lukashenko— podría iniciar una pelea por el lugar de dicho país entre Rusia y Occidente.
A principios de 1992, un diario estadounidense advirtió que apenas comenzaban los problemas causados por las “esquirlas nucleares del último gran imperio del mundo que aún se estaban fragmentando”. Incluso cuando la guerra actual termine, el larga y violento futuro de ese imperio persistirá.