Solíamos verlos rara vez en público. Quizás un camarero dispuesto a arriesgarse los aceptaba si el precio era el correcto. Turistas aficionados los mostraban en el aeropuerto. Vendedores ambulantes hacían ofertas por ellos en voz baja.
Actualmente, los dólares estadounidenses están en todas partes. Llenan los cajones de los cajeros en supermercados y bodegas e incluso se pueden ver en manos de mendigos.
Los adinerados pagan a los valet con billetes de US$ 1 y sacan fajos de US$ 20 para comprar cerveza. Operadores de divisas se instalan despreocupados en calles concurridas de los barrios marginales y gritan: "Compro dólares, compro dólares".
Como el bolívar casi no tiene valor tras ser condenado a la irrelevancia por el régimen de Nicolás Maduro, el dinero impreso por los gringos a los que tanto critica se ha convertido en rey.
Va más allá de lo irónico que los billetes con el retrato de George Washington y Benjamin Franklin y no los nacionales que llevan el nombre del héroe de la independencia sudamericana mantengan la economía de consumo a flote.
Hasta hace poco, el uso de dinero extranjero era un delito. Luego de que los socialistas gobernantes establecieran controles monetarios en el 2003, comenzaron a fiscalizar las transacciones para garantizar que no infringieran sus reglas kafkianas sobre el dinero. Inspectores llevaban a cabo operaciones encubiertas y allanaban negocios.
Si bien muy pocas personas terminaron tras las rejas, el gobierno definitivamente logró asustar a todos. Guardábamos los billetes por temor a enviar señales a secuestradores y policías. Hablábamos en código y los llamábamos "lechugas" y "verdes".
Realicé algunas transacciones en dólares en aquellos tiempos, cambiando efectivo en la cocina de un restaurante o en una oficina vacía. Los destinatarios de mis billetes cerraban nerviosos ventanas y puertas mientras me alejaban de miradas indiscretas.
Recién cuando la inflación alcanzó los seis dígitos y el hambre se generalizó el régimen finalmente comenzó a desmantelar la complicada maraña de controles. Ahora las autoridades no parpadean cuando ven dólares. El gobierno ya no está en condiciones de dictar los términos comerciales. Su socialismo del siglo XXI dio paso al capitalismo salvaje.
La flexibilización de los controles que comenzó en agosto pasado fue bien recibida por todos aquellos cansados de la enorme cantidad de ceros en las transacciones hechas con el bolívar, para las cuales transportaban fajos de billetes sin valor y rezaban a ver si el lector de tarjetas de crédito funcionaba.
Ahora se puede usar dinero real. No es tan difícil para nadie, sea rico o pobre, conseguir dólares. Las personas los ingresan al país luego de visitar localidades fronterizas en Colombia y Brasil o tras viajar al extranjero.
Fue el gran apagón, cuando la mayor parte de Venezuela careció de electricidad y un sistema bancario en funcionamiento, el que aceleró la dolarización de facto de la economía del país. En la oscuridad, andar con moneda dura era la única forma de hacer cualquier tipo de compra con éxito.
Una vez que las luces finalmente volvieron a encenderse, algunas tiendas y restaurantes siguieron mostrando precios en dólares. Ahora en las tiendas especializadas que han ido apareciendo en el este de Caracas, que ofrecen desde Fruit Loops hasta galletas caseras y botellas de Budweiser, los empleados le informan que aceptan con gusto una transferencia electrónica a través de Zelle o PayPal si no tiene efectivo.
De acuerdo con los cálculos de un alto ejecutivo bancario, en la actualidad cerca del 30% de las transacciones totales se realizan en dólares. Me sorprendería si ese porcentaje no sigue creciendo.
Todo esto comienza a quitar relevancia a uno de los grandes debates teóricos en los círculos opositores: la decisión de adoptar o no el dólar como moneda venezolana si finalmente logran derrocar a los socialistas. La gente ya eligió.
Por Andrew Rosati en Caracas
Nota del editor: Hay pocos lugares tan caóticos o peligrosos como Venezuela. "La vida en Caracas" es una serie de historias cortas que buscan mostrar la calidad de vida surrealista en un país en completo desorden.