Un bloguero que borra todas las aplicaciones chinas de su celular, un opositor egipcio espiado por dos Estados o un periodista paquistaní víctima de la “paranoia” son ejemplos de disidentes que, pese a estar en el exilio, siguen presionados por los regímenes autoritarios de los que huyeron.
Y como símbolo de la impunidad de estos últimos, figura el príncipe heredero saudita, Mohamed bin Salmán. Pese a estar considerado por Washington como el autor intelectual del asesinato del periodista Jamal Khashoggi en el consulado del reino en Estambul, en el 2018, el pasado junio selló su reconciliación con Turquía durante una visita al país.
Y el presidente estadounidense, Joe Biden, tras haber relegado a Arabia Saudita al estatus de “paria”, se reunió en la víspera (viernes) con el príncipe heredero.
El fenómeno denominado “represión transnacional” existe desde hace tiempo, pero se ha multiplicado en los últimos años, a causa de los movimientos migratorios y del desarrollo de tecnologías digitales, que facilitan que los activistas en el exilio puedan hacerse oír en su país de origen.
Unos cambios que, “por supuesto, hicieron que aumentara la percepción de la amenaza por parte de los regímenes represivos”, apunta Marcus Michaelsen, especialista en activismo y represión en línea e investigador de la Universidad flamenca de Bruselas (VUB).
En un informe divulgado en junio, tras un estudio global sobre el tema realizado el año pasado, la organización estadounidense de promoción de la democracia Freedom House dio cuenta de 735 actos físicos directos, cometidos entre el 2014 y 2021 por 36 países, sobre todo China, Turquía, Rusia, Arabia Saudita, Irán y Ruanda.
Cuatro países se sumaron a la lista en el 2021, incluido Bielorrusia, que llegó incluso a desviar un avión para detener a un opositor.
No obstante, estas acciones tan espectaculares, como el envenenamiento del exagente ruso Serguéi Skripal en Inglaterra en el 2018 o el asesinato, en el 2019, de un activista checheno georgiano en Berlín --ordenado por Rusia, según la justicia alemana--, no son más que la punta del iceberg de una política mucho más perniciosa.
“El panel de tácticas va del acoso hasta el asesinato, y puede ser a la vez acoso, amenazas, presiones...”, enumera Katia Roux, de Amnistía Internacional Francia, quien también cita “desapariciones forzadas, secuestros o asesinatos” entre los métodos empleados.
“Paranoia”
El periodista turco Can Düdar, exiliado en Alemania, desde donde dirige un portal y una radio tanto para Turquía como para la diáspora, está en el punto de mira del presidente Recep Tayyip Erdogan.
“El primer año, descubrimos un equipo de televisión turco que grababa nuestra oficina mostrando todos los detalles, incluyendo la dirección, nuestros horarios, etc. y lo describía como el ‘cuartel general de los traidores’”, recuerda.
“Incluso en la diáspora, la gente tiene miedo”, comenta, recalcando que en julio del 2021 tres hombres agredieron a un periodista turco en Berlín, instándole a “parar de escribir sobre temas sensibles”.
A parte de los servicios de inteligencia turcos, “muy activos, sobre todo en Alemania y Francia”, según Can Dündar, “aquí hay muchos simpatizantes de Erdogan y él puede movilizarlos fácilmente”.
Por su parte, el periodista paquistaní Taha Siddiqui halló refugio en Francia tras un intento de secuestro --del que acusa a los servicios de seguridad de su país-- en el 2018. Ahora, afirma que se “siente más seguro”, pero no del todo.
En el 2020, durante una visita de los servicios de inteligencia paquistaníes a sus padres para instarles a guardar silencio, uno de los oficiales les soltó: “Si Taha cree que está seguro en París, se equivoca”, cuenta.
Aquel mismo año murieron un periodista paquistaní en Suecia y una activista por los derechos humanos, también de Pakistán, en Canadá, y eso reavivó el temor de que Siddiqui pudiera ser secuestrado.
En marzo del 2022, un hombre fue condenado en Reino Unido a cadena perpetua, acusado de haber intentado asesinar a un bloguero paquistaní exiliado en Holanda a cambio de una suma de dinero el año anterior.
“He vuelto a caer en la paranoia”, admite, suspirando, Siddiqui, que ha abierto un bar en París, “The Dissident Club”, donde se organizan encuentros, exposiciones y proyecciones.
“Cada vez que tuiteo algo, me tengo que preguntar si vale la pena meterme en esa batalla. Así que han conseguido que me vuelva paranoico, desconfiado y miedoso, incluso en el exilio”, explica.
Vigilancia invisible
Si bien la represión transnacional física “no tiene un coste muy elevado políticamente, sí que llama la atención, o incluso [provoca] riesgos diplomáticos”, explica Marcus Michaelsen. “Pero, en el ámbito digital, las consecuencias son casi nulas”, matiza.
Los regímenes autoritarios “se aprovechan ahora de un mercado comercial de tecnologías de vigilancia”, que tienen una “muy buena relación coste/eficacia”, precisa el experto.
Una de estas tecnologías es el programa israelí Pegasus, que se ha usado para espiar los teléfonos de centenares de personalidades, como el opositor egipcio Ayman Nur, amigo de Jamal Khashoggi y exiliado en Turquía.
Citizen Lab, un grupo especializado de la Universidad de Toronto (Canadá), detectó en su celular dos dispositivos de espionaje, Pegasus y Predator, instalados a cuenta de dos Estados diferentes, algo inédito hasta ahora.
“El espionaje de los opositores y la vulneración de su vida privada es una forma de crimen organizado a la que recurren los regímenes dictatoriales”, declara Ayman Nur.
Sin embargo, asegura que “no ha cambiado nada” en su comportamiento: “siempre he considerado mi teléfono como una radio que todo el mundo podía escuchar”.
“Cualquier gobierno puede dotarse de esta tecnología para vigilar a cualquier persona, de forma absolutamente invisible y sin dejar rastro”, señala Katia Roux. Amnistía Internacional (AI) ha identificado a once Estados clientes de Pegasus.
Además, “cuando un país ataca físicamente a sus opositores en el extranjero, esto siempre va precedido de alguna forma de amenaza digital, las dos cosas van siempre de la mano”, advierte Marcus Michaelsen, citando el ejemplo de las represalias sufridas por los parientes que tienen en China los activistas de la minoría uigur.
Para atajar este tipo de presión, Meiirbek Sailanbek, de la comunidad kazaja --otra minoría musulmana de China-- borró de su teléfono las aplicaciones chinas y los números de su hermano y su hermana, que todavía viven en Xinjiang (noroeste).
Sailanbek, un ingeniero del sector petrolero, se mudó a Kazajistán y obtuvo la nacionalidad kazaja. Su vida dio un giro cuando se empezaron a filtrar informaciones sobre la represión de los uigures en China en el 2018, pues, según cuenta, entonces se enteró de que sus colegas, excompañeros de colegio y profesores habían sido internados.
Después de que en el 2019 las autoridades de Kazajistán arrestaran al responsable de la oenegé Atajurt, a la que él pertenecía (aunque sus publicaciones en las redes sociales siempre las hacía con un pseudónimo), consiguió encontrar refugio en París.
Unos dos meses después de que se fuera, y luego de que las autoridades kazajas revelaran su identidad, el gobierno chino amenazó a su hermano y a su hermana con enviarlos a un campo o a una prisión si él seguía escribiendo, cuenta.
Fue su madre, que vive en Kazajistán con su padre, la que le hizo llegar el mensaje: “Meiirbek, tu hermana y tu hermano están en peligro, hay que parar”.
Desde entonces, su mundo se ha hecho mucho más pequeño: ya no puede regresar ni a China ni a Kazajistán y prefiere evitar Turquía, Pakistán, los países árabes y Rusia, considerados demasiado sensibles a las presiones del gobierno chino.