Situada a unos 2,000 kilómetros de la costa, como un pequeño punto en medio de la inmensidad del Pacífico, la isla de Pascua es uno de esos destinos misteriosos con el que turistas y viajeros sueñan visitar algún día.
Un sueño caro e imposible desde que en marzo del 2020 se detectara el primer caso de contagio por el COVID-19 y el ministerio chileno de Sanidad decretara el cierre total de la isla, en la que viven cerca de 8,000 personas, casi todas dedicadas al turismo.
Dos años después, y tras una dura lucha con el Gobierno en Santiago de Chile, la isla reabrió este lunes sus fronteras con el objetivo de recuperarse de un paréntesis lesivo que ha hundido su economía y obligado a muchos de sus residentes a huir de la pobreza o a resistir reinventándose en un territorio tan bello como aislado.
“Un 18% de la población vive de los sueldos públicos y el otro 82% depende del turismo: restaurantes, boutiques, tour operadores, hoteles, pescadores... Todo”, explica el alcalde de la isla, Pedro Edmunds Paoa, quien cree que la apertura llega tarde y que la recuperación sera difícil y lenta.
Escasez de infraestructuras
La ansiada y necesaria reapertura se planificó para el pasado 1 de febrero, en pleno verano austral, pero la aparición de la variante ómicron, que apenas ha tenido incidencia en el continente, llevó al Gobierno central a prolongar el aislamiento.
En el núcleo de la decisión, la deficiente infraestructura sanitaria de la isla, incapaz de proveer de asistencia urgente contra la pandemia para la escasa población rapanui que la habita desde tiempos ancestrales y a los millares de personas que tienen el privilegio de disfrutar de sus playas lapislázuli y las misteriosas estatuas moáis.
Un cierre que no solo ha sido dañino para su actividad económica, sino también para la calidad de vida de los 6,000 habitantes que optaron por resistir pese a que tampoco llegaban con regularidad aviones y barcos comerciales.
Recuperar tradiciones ancestrales
“Nosotros operamos con conceptos ancestrales de autosustentabilidad. Quien tiene comparte. Esta cultura practica estos conceptos milenariamente”, agrega el alcalde antes de advertir a los cerca de 1,500 turistas que se esperan lleguen en agosto que los efectos de la pandemia no les dejaran disfrutar de la isla en todo esplendor.
El primero de los aviones con turistas está previsto que llegue este jueves y será recibido como un bálsamo de felicidad, al puro estilo Rapa Nui.
El gobierno central ha autorizado dos vuelos semanales en agosto, que se ampliará a tres en setiembre, fecha en la que las autoridades locales esperan poder abrir todos los lugares de interés turístico y arqueológico.
Cerca de 4,000 visitantes en apenas dos meses que Paoa espera permitan activar el motor de una economía totalmente paralizada.
Muchos comercios y hoteles no van a poder abrir “porque no tienen cómo pagar la luz y van a tener que esperar un tiempo para capitalizarse. La realidad es que no hay dinero”, insiste el alcalde, quien señala que solo 13 de los 24 centros de interés podrán visitarse.
Cultura resiliente
Entre ellos, los dos más atractivos para el turista y el viajero: la famosa playa Anakena, de arena blanca y mar color lapislázuli, y Ahu Akivi, el sagrado yacimiento donde se erigen siete moáis, tallados en toba volcánica.
Existe, añade Paoa, un consenso para la reapertura en la isla -un 71% de la población votó por ello en un referéndum en diciembre del año pasado- y también un esfuerzo colectivo fruto de dos años de tristeza, pero también de solidaridad, en un territorio que se mantiene casi detenido en el tiempo y en el espacio.
Y que la prestigiosa revista Time incluyó en su lista de los 50 mejores destinos extraordinarios para visitar este 2022 por su “cultura resiliente”, pero también por como se las han ingeniado para sobrevivir a la asfixia que ha supuesto la pandemia.