Más de dos años después del inicio de la pandemia de COVID-19, China es el único de los países principales que sigue con una estrategia de tolerancia cero, buscando extinguir los brotes tan pronto como surgen casos individuales. Esa política parece cada vez más insostenible. Los líderes chinos deberían prepararse ahora para un cambio de rumbo.
La aparición de la variante ómicron altamente transmisible pone a prueba el enfoque del Gobierno. Autoridades locales han tenido que adoptar medidas estrictas para controlar los brotes: cerrar ciudades enteras, limitar los viajes y realizar pruebas masivas a millones de personas. Unos 20 millones de chinos estuvieron sujetos a algún tipo de bloqueo este mes. Tianjín, uno de los puertos más grandes del mundo, recientemente sometió a toda su población a pruebas de COVID, lo que interrumpió los negocios y provocó que algunas fábricas de propiedad extranjera suspendieran sus operaciones.
Sin embargo, ómicron ha llegado a todas las ciudades más grandes de China, incluida Pekín, que será sede los Juegos Olímpicos de Invierno en unas pocas semanas. Los promedios móviles de siete días han alcanzado máximos no vistos desde marzo de 2020. Dada la rapidez con la que se propaga esta variante, las posibilidades de que China mantenga un número bajo de casos son escasas.
Con el tiempo, también, los costos de continuar en la pelea aumentarán peligrosamente. La paciencia de la población se está agotando. Después de que la culpa de al menos dos muertes y dos abortos espontáneos recayó sobre las medidas de cierre excesivas en la ciudad de Xi’an, estalló un sentimiento de ira en línea contra las autoridades locales. La incertidumbre y las restricciones de viaje antes de las festividades del Año Nuevo Lunar han afectado la confianza del consumidor, lo que contribuye a una desaceleración del crecimiento. Si bien el impacto del cierre de fábricas sigue siendo limitado y los puertos continúan operando, los cierres más generalizados afectarían las cadenas de suministro y aumentarían las preocupaciones globales sobre la inflación.
Contra este contexto, las autoridades deben sopesar los costos de flexibilizar el estado de alerta. Se ha demostrado que las vacunas fabricadas localmente son menos efectivas contra el COVID-19 que las occidentales. Queda por ver qué tan bien resistirán a la variante ómicron. Incluso si previenen enfermedades graves, una ola rápida de infecciones podría ejercer una gran presión sobre el sistema de atención médica. China tiene solo 2.7 profesionales de enfermería por cada 1,000 habitantes, en comparación con 12.7 en Japón y 15.7 en Estados Unidos.
De manera más intangible, el Partido Comunista de China ha dejado gran parte de su credibilidad en manos del éxito de su respuesta a la pandemia, que las autoridades contrastan frecuentemente con los brotes devastadores en Occidente. El creciente recuento de casos podría socavar rápidamente esta narrativa.
Las autoridades deberían usar este tiempo para repensar todo su enfoque frente al virus. La primera prioridad debería ser proteger a los trabajadores esenciales y a las poblaciones vulnerables con refuerzos más efectivos. Las vacunas de ARNm de cosecha propia siguen en fase de prueba y podría no haber disponibilidad de resultados durante meses. Mientras tanto, el socio chino de Pfizer Inc. viene esperando la aprobación para distribuir una vacuna de ARNm desde el verano pasado. No es momento para orgullos: aprobar la vacuna de fabricación occidental ayudaría a cerrar la brecha hasta que se pueda demostrar que las vacunas chinas de ARNm son seguras y efectivas.
Al mismo tiempo, los altos funcionarios deberían redirigir la energía de sus subordinados. Castigar a las autoridades locales por no erradicar de inmediato los pequeños brotes será cada vez más improductivo. En cambio, se les debe asignar la tarea de desarrollar la capacidad de los hospitales y el personal correspondiente, adelantar protocolos de prueba y cuarentena menos disruptivos y mejorar la resiliencia en sus jurisdicciones.
En parte, esto significa cambiar la forma en que la población china en general ve la amenaza del COVID-19. En lugar de entrar en pánico por cada nuevo caso, los funcionarios de salud pública deberían enfatizar que es importante mantener los riesgos en perspectiva. Del mismo modo, los principales líderes deben evitar exagerar la eficacia de sus políticas o los tropiezos de sus rivales en Occidente. Tales alardes solo inflan las expectativas y profundizan los temores sobre la posibilidad de que se flexibilicen las restricciones. A pesar de todo su éxito hasta el momento, China aún puede aprender lo que el resto del mundo ya aprendió con esta lucha contra el COVID-19: tener un poco de humildad.