A grandes rasgos, los acontecimientos del 6 de enero del año pasado han sido claros durante algún tiempo. Sin embargo, de vez en cuando, surge un nuevo detalle estimulante. Y así que fue el martes cuando Cassidy Hutchinson, exasistente del jefe de gabinete de la Casa Blanca, Mark Meadows, testificó ante el comité selecto de la Cámara de Representantes que investiga los disturbios.
Hutchinson describió a un presidente hirviendo de rabia ese día. La multitud que se agolpaba frente al Capitolio —que protestaba por la certificación de unas elecciones que Donald Trump afirmaba falsamente haber ganado— parecía demasiado pequeña para su gusto.
Cuando la policía le informó que muchos manifestantes habían sido detenidos porque portaban armas, Trump explotó. Exigió que los funcionarios quitaran los magnetómetros en el perímetro de seguridad y dejaran entrar a la multitud armada. “No están aquí para lastimarme”, recordó Hutchinson que dijo el presidente. “Déjenlos marchar al Capitolio desde aquí”.
A nadie que haya observado los cuatro años de la Administración Trump le sorprenderá esa lógica perversa, en la que amerita poner en peligro de muerte a los miembros del Congreso para satisfacer las vanidades del presidente. Es notable de todos modos.
Ya estaba claro que Trump se había comportado de forma espantosa ese día. Mientras el Congreso pasaba por el proceso pro forma de certificar la elección, Trump instó a la multitud reunida a luchar con todas sus fuerzas. La animó a marchar hacia el Capitolio y rechazó los repetidos ruegos para que la detuviera cuando la situación se salió violentamente de control.
En un momento crucial, encendió aún más los ánimos de la multitud al tuitear: “Mike Pence no tuvo el coraje de hacer lo que era necesario”, es decir, de interferir ilegalmente en el proceso de certificación y declarar ganador a Trump. Los cánticos de “cuelguen a Mike Pence” pronto resonaron en los pasillos del Capitolio.
Al final, los disturbios resultaron en daños de al menos US$ 30 millones, dejaron a más de 140 policías heridos, muchos de ellos de gravedad, y mancharon permanente la democracia estadounidense.
Algunos analistas legales han concluido que las acciones de Trump de ese día cumplen con los elementos necesarios para entablar una acusación criminal. La representante Liz Cheney, vicepresidenta republicana del comité selecto, también sugirió que Trump y sus aliados pueden haber manipulado a los testigos y obstruido el trabajo del panel. Si Trump violó la ley y si sería prudente acusar a un expresidente y probable candidato en las próximas elecciones, será un asunto del Departamento de Justicia.
Por ahora, vale la pena enfatizar dos puntos.
Uno es que Trump sabía exactamente lo que estaba haciendo. Durante semanas después de las elecciones, una gran cantidad de abogados, asesores e incluso miembros de su familia le advirtieron que sus intentos de revertir el resultado eran desestabilizadores y potencialmente ilegales. El día de los disturbios, numerosos empleados le dijeron lo mismo. Según Hutchinson, el abogado de la Casa Blanca, Pat Cipollone, le advirtió que si Trump se unía a la multitud en el Capitolio, como él quería, “seremos acusados de todos los delitos imaginables”. El presidente hizo lo que hizo deliberadamente y con pleno conocimiento de las posibles consecuencias.
En segundo lugar, vale la pena recordar a quienes actuaron con decoro en esos cruciales meses posteriores a las elecciones, incluido el día de los disturbios. En todos los niveles, desde legisladores locales y funcionarios electorales hasta jueces federales, miembros de alto rango del Departamento de Justicia y el propio vicepresidente Mike Pence, hubo hombres y mujeres en puestos importantes que simplemente hicieron lo correcto. Muchos de ellos eran y siguen siendo partidarios de Trump. Pero su compromiso con la democracia y la decencia común aseguró que el sistema perseverara.
Esa es una vara baja, sin duda. Pero, no obstante, es una réplica adecuada a la presidencia más anárquica e imprudente de la que se tenga memoria.