Incluso si el presidente Joe Biden no tuviera terreno que recuperar –si su predecesor no hubiera sacado a Estados Unidos del Acuerdo de París sobre el clima ni hubiera hecho todo lo posible por detener todo avance hacia la protección del clima–, igualmente habría necesitado un poderoso objetivo nuevo para reducir las emisiones.
El compromiso anterior del país en el Acuerdo de París era demasiado modesto para que EE.UU. hiciera su parte por controlar el calentamiento global. Además, Biden quiere que EE. UU. asuma su papel adecuado de liderazgo en el establecimiento de estándares para el mundo.
El objetivo que el presidente ha establecido –reducir para el 2030 las emisiones, al menos, a la mitad de su nivel del 2005– es el correcto. Es adecuadamente ambicioso, ya que exige drásticas transformaciones en el consumo de energía y prácticas agrícolas e industriales. Y su período de nueve años es lo suficientemente corto como para impulsar medidas de inmediato y en el futuro previsible, no en décadas.
Esas medidas son las que importarán. Biden ha dicho abiertamente que pretende que la iniciativa abarque todos los aspectos de la economía. Quiere que los estadounidenses viajen con energía eléctrica y que vivan y trabajen en casas y edificios energéticamente eficientes. Quiere que las centrales eléctricas utilicen principalmente energía renovable. Quiere detener la contaminación por metano proveniente de los pozos de petróleo, pozos de gas y campos agrícolas, y reducir las emisiones de los hornos de las fábricas. Para cumplir con la meta del 2030, la Casa Blanca deberá avanzar rápidamente en todos los frentes.
Biden puede impulsar algunos cambios a través de la regulación. Su Agencia de Protección Ambiental (EPA, por sus siglas en inglés) ya está tomando medidas para, por ejemplo, volver a implementar las duras restricciones de la era de Obama sobre las emisiones de vehículos, que alientan a los fabricantes de automóviles a avanzar hacia flotas totalmente eléctricas. La EPA también puede volver a fortalecer normativas para controlar las emisiones de metano provenientes de pozos de petróleo y gas. El Departamento de Energía puede expandir sus inversiones en el desarrollo de baterías, redes limpias, combustibles de hidrógeno “verdes” y tecnologías de captura de metano.
Pero el presidente deberá trabajar con legisladores –tanto en el Congreso como en estados y ciudades– para lograr gran parte del cambio requerido. Una de las medidas más importantes que están sobre la mesa es establecer un estándar nacional de energía limpia, que establecería plazos para que las centrales eléctricas aumenten su consumo de energía renovable y nuclear. Muchos estados ya tienen sus propios estándares de energía limpia y han demostrado cuán efectivos pueden ser en cuanto a impulsar el avance hacia una electricidad más limpia y barata.
El estándar que la Casa Blanca incluyó en el plan de infraestructura de US$ 2.3 billones apunta a descarbonizar la generación de electricidad por completo para el 2035. Esto eliminaría una cuarta parte de las emisiones de EE.UU. reduciendo la huella de carbono de automóviles y electrodomésticos. La Administración debería apuntar a diseñar su estándar de manera que pueda ser aprobado por mayoría simple en el Senado a través de un acuerdo.
Al trabajar con el Congreso, la Administración también puede construir una infraestructura de carga de vehículos eléctricos y dar incentivos a los estados para ayudar a acelerar el cierre de las centrales eléctricas a carbón, detener la construcción de nuevas centrales a gas y establecer códigos de construcción limpia.
Quienes se oponen al cambio tienen razón al decir que dichos esfuerzos serán costosos, aunque pueden pagar grandes dividendos en la forma de preservación del clima, la salud y los empleos. Y no cabe duda de que no tomar medidas drásticas costará más. Reducir las emisiones de EE.UU. lo más rápido posible e instar a otros países a hacer lo mismo, es la única opción responsable de Biden.