Por Mac Margolis
Tanto como las armas y los dispositivos, los patógenos han escrito historia en el continente americano.
La viruela diezmó a los aztecas mucho antes de que las tropas de Hernán Cortés entraran en Tenochtitlán. La fiebre amarilla detuvo a Napoleón en Haití, allanando el camino para la independencia de la isla. El epidemiólogo Arnoldo Gabaldón liberó a más de la mitad del territorio venezolano de la malaria, lanzando a la pestilente nación al siglo XX.
Entonces, ¿cuál será el legado del coronavirus en las latitudes donde ha encontrado lugares tan complacientes? A fines de mayo, América Latina representaba al menos 40% de las nuevas muertes diarias por COVID-19 a nivel mundial. El Fondo Monetario Internacional predice que el producto bruto interno de América Latina se contraerá 9.4% este año, lo que califica como la peor recesión de la que se tenga registros.
Aquellos que trabajan en la economía informal, uno de los sectores más afectados por la pandemia, ya han visto una reducción de sus ganancias de 80%, y casi dos de cada tres jóvenes entre 15 y 24 años están inactivos. Solo Brasil perdió 1.4 millones de empleos de marzo a mayo. en Argentina, hasta 852,000 empleos podrían desaparecer este año.
Menos clara es la perspectiva más allá de la pandemia. El temor a la enfermedad y la muerte ha mantenido a los manifestantes en sus casas y ha contenido las demandas sociales. Esa latencia desaparecerá una vez que pase lo peor del contagio y los asuntos pendientes de 2019, el annus horribilis de América Latina, vuelvan a la superficie.
Y, de hecho, el continente han estado todo, menos tranquilo. A pesar de las cuarentenas y el creciente número de víctimas de COVID-19, los disturbios sociales han aumentado este año.
El Proyecto Datos de Ubicación y Eventos de Conflictos Armados, que rastrea el desorden mundial, clasificó a América Central, del Sur y el Caribe como la región más conflictiva del mundo. Las dos economías más grandes, Brasil y México, mostraron los mayores brotes.
Verisk Maplecroft, una consultora de riesgo político, considera que la mitad de los países de la región tienen riesgos extremos o altos de desorden público continuo, con probabilidad de consecuencias para la “estabilidad del Gobierno y el entorno empresarial”.
Los motores de la agitación son una mezcla de problemas pendientes, desde los defectos crónicos de la democracia representativa hasta la creciente brecha entre ricos y pobres, y nuevos reclamos, como el aumento del desempleo y el empobrecimiento provocado por el colapso económico inducido por la pandemia.
Aunque los Gobiernos han utilizado el gasto social para mitigar el impacto del COVID-19, a menudo se han quedado cortos. Y si las dañadas democracias de la región pueden soportar la tensión social es una pregunta abierta.
Los peruanos han arremetido contra las autoridades que intentan imponer el distanciamiento social, mientras que los trabajadores médicos brasileños se han convertido en el objetivo de los negacionistas que subestiman el virus.
El ataque a plena luz del día de un cartel delictivo contra el jefe de policía de Ciudad de México la semana pasada es un mal augurio para el control del estado de derecho por parte de México. Una tregua intermitente entre el Ejército de Liberación Nacional y las fuerzas de seguridad del Gobierno no es auspiciosa para una paz duradera en Colombia.
Luego están las medidas autoritarias del presidente de El Salvador, Nayib Bukele, y de Venezuela, Nicolás Maduro, quienes capitalizaron la emergencia de salud para presionar a disidentes y rivales políticos.
Los estallidos sociales pueden aumentar a medida que los Gobiernos —que ya están fuertemente endeudados por la reducción de los ingresos fiscales— deban pagar las crecientes deudas contraídas para los pagos en efectivo y los subsidios. Maplecroft califica a Venezuela, Chile, Paraguay, Ecuador y Argentina como los países más expuestos a protestas por las inevitables medidas de austeridad en los próximos meses.
Tales violentas perturbaciones podrían presagiar la renovación cívica a medida que grupos sociales desfavorecidos de forma crónica desafíen a las élites en las calles y en las urnas electorales. Bolivia, Brasil, Ecuador, Perú y Venezuela se encuentran entre los países con elecciones locales o nacionales este año o el próximo, y Chile se ha comprometido a reformar su constitución.
En este contexto, el fermento social puede parecer motivo de optimismo. De hecho, muchos líderes nacionales en funciones –Jair Bolsonaro en Brasil, Andrés Manuel López Obrador en México, Bukele en El Salvador– llegaron al Gobierno por una creciente indignación y promesas de eliminar el sistema de corrupción y privilegios.
Sin embargo, a medida que estos personajes no lograron cumplir sus promesas, también se convirtieron en el blanco de la frustración popular. “La reacción de los votantes puede ser catártica, pero no genera resultados en países con política clientelista y sistemas de gobierno precarios”, me dijo Jimena Blanco, directora de investigación de Maplecroft para América Latina. “Cuando se alteran las instituciones, a menudo lo que se obtiene es más disrupción”.
La agitación es intrínseca a la política latinoamericana. Esto es tanto más cierto en países cuyo panorama electoral está fragmentado por veintenas de partidos que cambian de forma y se dedican más a captar ingresos públicos que a realizar reformas.
“Con la magnitud del ajuste económico que necesita la región, esta es la peor combinación posible”, dijo Andrés Mejía Acosta, profesor de economía política en el King’s College de Londres. “Ningún candidato pragmático tiene una oportunidad, solo aquellos que prometen el cielo y la tierra”.
No todos los países latinoamericanos se encuentran en la misma situación. Costa Rica y Uruguay han contenido el coronavirus sin recurrir a cuarentenas draconianas o a una sofocación de la disidencia, por lo que podría decirse que están en mejores condiciones para atraer inversiones y llevar adelante la recuperación económica una vez que termine la emergencia.
No por casualidad, también son los países que más han progresado en la reducción de la pobreza extrema y la desigualdad, en elevar la educación de los trabajadores, en resistir la tentación populista al momento de las elecciones y, en general, en convencer a la mayoría de las personas de que pueden tener un trato justo.
Las convulsiones del año pasado fueron evidencia de cómo incluso las sociedades que obtuvieron puntajes altos en las métricas de desarrollo global pueden tropezar.
Chile, la nación más avanzada de América Latina, se había convertido en un punto de referencia del ingreso per cápita, el crecimiento económico, la educación en el aula e incluso la reducción de la pobreza.
Sin embargo, sus estudiantes pagan los segundos mayores aranceles de matrícula de educación superior pública de los países de la OCDE, tienen una enorme deuda y poco de lo que enorgullecerse de sus títulos. Esa es una de las razones por las que 19% de los jóvenes chilenos entre 15 y 24 años no tenían trabajo antes de la pandemia.
“Hay toda una generación que tuvo acceso a la educación superior pero que terminó en un mercado laboral que dice que no te quiere, no te necesita y no sabe qué hacer contigo”, dijo Nicolás Saldías, un analista latinoamericano de Wilson Center. “Entonces, ¿para qué molestarse?”
Chile ahora tiene la oportunidad de restaurar algo de la fe generacional a través de su inminente reforma constitucional. Pero con un aumento de 38% de los despidos entre marzo y mayo, además de un programa de asistencia alimentaria defectuosa del Gobierno, las tensiones seguramente estallarán. Junto con Brasil y México, Chile encabeza la lista de vigilancia de Maplecroft en América Latina de nuevos disturbios.
Las múltiples crisis que afectan a América Latina podrían no desperdiciarse por completo. La Gran Depresión empoderó a los caudillos y los populistas, pero también inspiró un sistema de bienestar rudimentario e inició la industrialización (a través de políticas de sustitución de importaciones audaces, descarriadas a veces).
Las continuas crisis de deuda de la década de 1980 aceleraron el retorno de la democracia y en su mayoría derrotaron la inflación crónica a través de reformas de libre mercado.
Pero para llegar a un cambio beneficioso duradero, la región debe abordar las vulnerabilidades sistémicas dejadas al descubierto por la pandemia. El deteriorado sistema de salud, que ha llevado a los pobres a una cantidad desproporcionada de enfermedades y muertes, ha demostrado que las redes de seguridad son bienes públicos, estratégicos para mantener una economía en funcionamiento.
Los millones de trabajadores informales que ahora carecen de ingresos destacan las fallas de un mercado laboral donde más de la mitad de la población en edad de trabajar vive de forma precaria. Sin una mejor educación y capacitación tecnológica, América Latina no estará preparada para enfrentar la ola de automatización que reconfigurará los lugares de trabajo de todo el mundo.
La pandemia mundial ya está dando forma al futuro del continente americano. Depende de los líderes de América Latina y una sociedad vigilante decidir cómo se desarrolla esa historia.