Milton Friedman, premio Nobel de Economía, fue unos de los primeros fans de la flotación cambiaria, que comparó con el horario de verano. En teoría, la gente puede empezar sus días una hora antes sin ajustar sus relojes; en la práctica, es más fácil cambiar el tiempo que los hábitos. Con una lógica similar, cuando hay déficit de demanda por bienes y servicios de un país, es más fácil dejar que un precio caiga (el tipo de cambio) que reducir todos los demás precios.
Friedman planteó la analogía en los años 50, cuando los tipos de cambio casi no variaban. En los mercados volátiles de hoy, los relojes pueden ser brutales. Este año, el yen ha caído 20% frente al dólar, el won (Corea del Sur), 17%, y la rupia (India), 9%. Cuando el ministro de Finanzas británico, Kwasi Kwarteng, anunció rebajas impositivas el 23 de setiembre (ayer dio marcha atrás), la libra esterlina se redujo hasta casi alcanzar paridad con el dólar. Ante tal malestar, los gobiernos suelen sentirse tentados a intervenir en los mercados cambiarios.
Por primera vez desde 1998, el Ministerio de Finanzas de Japón ha intentado apuntalar el yen vendiendo divisas extranjeras. El titular de Finanzas surcoreano ha señalado que las autoridades revisarán “planes de contingencia” para que el won no caiga tan rápido. Algunos economistas han comenzado a indagar cuánto ha acumulado Reino Unido en reservas internacionales (no mucho).
Friedman pensaba que la defensa cambiaria era innecesaria o imposible, y argumentó que en lugar de comprar una divisa temporalmente barata, el Gobierno podía contar con que los especuladores hicieran el trabajo, pues obtendrían ganancias cuando la divisa se recupere. La intervención solo era necesaria si el Gobierno era mejor en detectar un desajuste temporal que los especuladores financieros, cuyo sustento dependía de eso. Estudios tempranos reforzaron este escepticismo. En 1982, el G7 encargó un informe que concluyó que la intervención cambiaria tenía un efecto poco duradero.
Pero estudios más recientes han desbaratado este consenso, gracias a avances teóricos y empíricos. El impacto de largo plazo de la intervención puede ser difícil de discernir porque los bancos centrales no participan en mercados cambiarios aleatoriamente. Venden divisas foráneas cuando la local se debilita y compran cuando está bajo presión de fortalecerse. Una mirada naif a la data podría indicar que la intervención es desacertada: las ventas de reservas están asociadas a una divisa debilitada, al igual que los bomberos están asociados a los incendios.
Una respuesta es analizar intervenciones que son mayores o menores de lo que podría esperarse. Si un incendio atrae a más bomberos de lo normal, los bomberos adicionales probablemente estarán asociados o conflagraciones más cortas y mejor combatidas. Ese es uno de los enfoques planteados por Andrew Filardo, de la Institución Hoover, y Gaston Gelos y Thomas McGregor, del FMI, en un trabajo publicado en junio. Los autores concluyeron que si una divisa está devaluada en 10%, ventas de reservas por 0.1% del PBI la pueden fortalecer en más de 4%.
Si las autoridades intervienen sistemáticamente durante varios trimestres, obtendrán más por su dinero. Estos efectos no están limitados a los minutos o días posteriores a una intervención, aunque tampoco son permanentes. La intervención puede reducir los desajustes que ocurren en periodos de uno a cuatro años.
¿Por qué funciona la intervención? Un motivo es que los especuladores no son tan confiables como asumía Friedman. Las firmas cambiarias tienen una limitada capacidad para asumir riesgos, lo cual ajusta los tiempos de estrés, cuando las entidades financieras reducen el tamaño de las apuestas. En tales circunstancias, las autoridades nacionales estarían en mejores condiciones para corregir desajustes, aunque no sean las mejores en detectarlos.
La intervención también podría servir como señal de firmeza. Después de todo, el Gobierno debiera saber qué planea hacer antes que los especuladores. De los 18 bancos centrales de economías emergentes sondeados por el Banco de Pagos Internacionales el 2018, cerca del 75% identificó como “a menudo o en ocasiones importante” emitir señales.
Estos resultados ofrecen poco ánimo a Japón o Reino Unido, las dos grandes economías que están sufriendo las mayores caídas de sus tipos de cambio este año. El banco central japonés sigue fijando topes a los retornos de sus bonos gubernamentales, pese a que los retornos están aumentando en otras partes del mundo. Esa postura es poco consistente con un yen fuerte.
En el caso británico, considerando la magnitud de su déficit en cuenta corriente y su inflación, la libra esterlina no está tan débil como debería estarlo. Una intervención cambiaria podría servir como señal de medidas más estrictas. Para respaldar su divisa, las autoridades británicas deben elevar las tasas de interés más rápido de lo planeado o reafirmar la disciplina presupuestaria.
Traducido para Gestión por Antonio Yonz Martínez
© The Economist Newspaper Ltd, London, 2022