Desde la primera ley antimonopolio, promulgada en 1890, Estados Unidos ha debatido sobre el papel de esa regulación. Una postura, bautizada en nombre del juez Louis Brandeis, sostiene que las grandes empresas deben ser controladas porque corrompen políticos y perjudican a consumidores, competidoras y personal. La otra postura señala que el objetivo de la regulación es proteger el bienestar del consumidor, lo cual puede ser potenciado por empresas grandes y eficientes.
Durante décadas, el enfoque del consumidor ha sido el predominante, pero ahora el consenso se ha desgastado y los reguladores están avanzando en la otra dirección. Es un error. La política de competencia necesita reformas para corregir defectos pasados y para adaptarse a la economía digital, pero debe seguir basada en el principio de que lo que importa es el consumidor.
El nuevo enfoque, expansivo y estridente, es tentador, pero no funcionó bien en el pasado. Defender a los consumidores, que son un contingente difuso, no surge de manera natural en los políticos, que tienden a complacer intereses concentrados, tales como empresas, lobistas y sindicatos. Antes que el estándar del bienestar del consumidor surgiera en los dictámenes jurídicos, en los años 70 y 80, la regulación en EE.UU. era impredecible.
En 1949, el Gobierno ganó un caso contra la cadena de supermercados A&P, cuyos bajos precios provocaron que un abogado gubernamental la acusara de ser “una gigantesca chupasangre que perjudica a todos los niveles de la industria alimenticia”. La EU muestra cuán despistados pueden estar los reguladores. El 2005, obligó a Microsoft a lanzar una versión de su sistema operativo Windows sin un reproductor multimedia –¿con qué finalidad?–.
En lugar de aspirar a proteger a todos, abriendo la puerta a burdas intervenciones, los reguladores deben reformar el estándar del consumidor. Reguladores y gobiernos, especialmente en Europa, deben ser realistas sobre su capacidad de anticipar las necesidades del consumidor y no deberían perseguir a empresas simplemente porque han aumentado su tamaño debido a que son útiles.
Los grandes y fluidos ecosistemas tecnológicos ofrecidos por Alphabet, Amazon, Apple y otras, muestran la complejidad de la tarea: se hallan en una fase innovadora y de creación de servicios altamente populares, y con una creciente competencia entre ellas. Sería fácil erosionar la calidad de sus productos con reglas carentes de criterio.
Un paso clave es identificar el poder de mercado con el uso de indicadores que trasciendan los precios. Típicamente, las empresas que abusan de su posición de dominio exhiben persistentes retornos de capital elevados, alta participación de mercado y enfrentan una escasez de nuevas competidoras creíbles. En tecnología, esto apunta a servicios como búsquedas y tiendas de apps, y no a todo un sector. Por ejemplo, el negocio de e-commerce de Amazon es grande, pero tiene retornos mediocres y enfrenta nuevas competidoras.
En EE.UU. hay muchos sectores convencionales que están en luz roja, entre ellos, tarjetas de crédito, aerolíneas, telecomunicaciones y salud. Al detectarse una empresa dominante, debe dificultársele la aprobación para fusiones. Por ejemplo, se les podría obligar a mostrar que las adquisiciones fomentarán el bienestar del consumidor.
Y deberían gozar con menos frecuencia del beneficio de la duda en casos antimonopolio de todo tipo. El remedio para las falencias de la política de competencia no es abandonar el estándar del bienestar del consumidor sino adaptarlo a la actualidad.