Por Marcus Ashworth
Los efectos secundarios financieros del coronavirus se están esparciendo rápidamente, y esa es una mala noticia para muchos países en desarrollo. El riesgo de contagio, en el que el colapso de una moneda desencadena un pánico global, es muy real.
Las salidas de capital de los mercados emergentes totalizaron más de US$ 83,000 millones en marzo (US$ 53,000 millones en bonos, US$ 31,000 millones en acciones), de acuerdo con datos del Instituto de Finanzas Internacionales.
Lo último que necesita el mundo es una crisis de los mercados emergentes; no obstante, todas las condiciones están presentes: un colapso del precio de los productos básicos, un golpe económico repentino, un exceso de deuda y monedas frágiles.
La persistente fortaleza del dólar, a pesar de la liquidez, ha empujado a importantes monedas emergentes como el peso mexicano, el rand sudafricano y el real brasileño a devaluarse aproximadamente 25% este año.
La Reserva Federal de EE.UU. ha actuado rápidamente para extender las permutas de dólares, lo que le da a los bancos centrales extranjeros la capacidad de entregar financiación en dólares estadounidenses a sus instituciones, pero el atractivo de los dólares en efectivo está por encima de todo en una crisis.
La caída del precio del petróleo no habría podido ocurrir en un peor momento, ya que suele arrastrar a la baja los precios de los productos básicos (de los que dependen muchas economías en desarrollo) y detiene la inversión empresarial. Los ministros de Energía del G20 podrían reunirse esta semana para hablar de la caída. Podrían motivar a sus colegas ministros de Finanzas y de los bancos centrales a volver a vincular el dólar también.
Un enfoque radical sería una acción conjunta de los bancos centrales de vender reservas de dólares en favor de otras monedas. Los países del G7 hicieron algo similar para detener el aumento del yen después del terremoto y el tsunami de Japón en el 2011.
Lo más importante es que el mundo desarrollado tenga lista una respuesta financiera si esta pandemia causa un caos entre los países en desarrollo más débiles.
Se necesita una red de seguridad global para mantener disponible la financiación a los países de bajos ingresos. El Fondo Monetario Internacional necesitará una considerable inyección de capital.
Su potencia actual de US$ 1 billón no es adecuada para los más de 80 países que ya buscan su ayuda. La confianza en el FMI no es mucha, después del fracasado rescate a Argentina por US$ 57,000 millones el año pasado, pero sigue siendo el mejor vehículo para el G20 en una respuesta similar a la de 2009 tras la crisis financiera global.
Esto puede exigir la nueva emisión de la única verdadera moneda global: los derechos especiales de giro del FMI (un activo de reservas internacionales cuyo valor se basa en el precio de una canasta de divisas: el dólar el euro, el yuan, el yen y la libra). Los países más ricos podrían ayudar renunciando a parte de su propia cuota para permitir que el FMI despliegue una ayuda mucho más completa a los países que la necesitan.
La velocidad y la flexibilidad serán vitales si el virus y sus efectos económicos golpean a los mercados vulnerables tan duro como lo han hecho con las principales economías occidentales. Más de la mitad de los países de bajos ingresos del mundo estaban en estrés financiero antes de la pandemia.
Sin embargo, el crédito ha estado creciendo rápidamente con la deuda en dólares en los “mercados de frontera” (el nivel por debajo de los mercados emergentes), que ahora excede los US$ 200,000 millones. Más de un cuarto de la deuda en moneda local en los mercados emergentes es de extranjeros, por lo que es particularmente vulnerable a las fugas de capital. La deuda corporativa de los mercados emergentes ha crecido a más de US$ 2.3 billones.
China apoyó a buena parte del mundo en desarrollo durante la última crisis financiera, pero no tiene la misma capacidad ahora, con tanto apalancamiento crediticio en su propio sistema. La estabilidad del yuan frente al dólar es crítica para Pekín. No puede arriesgarse a otra crisis de fuga de capitales como en el 2015 y 2016.
Los países sin petróleo y con otros activos de recursos naturales grandes también han visto un desplome de sus monedas, incluidos aquellos con grandes déficit de cuenta corriente (como Turquía) o aquellos con una fuerte dependencia a la financiación en dólares (muchos países asiáticos). Angola (petróleo), Ecuador (petróleo) y Zambia (cobre) están cerca de un incumplimiento.
Argentina y Líbano ya incumplieron. Sudáfrica, que depende fuertemente de la financiación extranjera, perdió recientemente su calificación de grado de inversión. Su ya golpeada productora energética estatal, Eskom, se enfrenta a un fuerte golpe a sus ingresos por el aislamiento del coronavirus.
Indonesia –cuya tasa de muertes por el virus se ha disparado a la segunda mayor de Asia después de China– logró recaudar miles de millones de dólares en una venta de bonos récord el lunes a tasas de entre 3.9% y 4.5% (en comparación con 2.5% hace un mes), lo que demuestra que los mercados de deuda siguen abiertos para al menos los países emergentes más fuertes. Poder financiarse a sí mismo siempre es mejor que depender de la ayuda internacional.
Sin embargo, no todos los países son tan afortunados como Indonesia. El G20 tiene que pensar ahora en una respuesta financiera conjunta para el resto del mundo, antes de que sea demasiado tarde.