Estimados gerentes. Ya hemos discutido muchos de los riesgos que nos amenazarán este año: la pandemia, nuestras tribulaciones con las cadenas de suministro y retención de personal. Pero quiero plantear una inquietud más personal: la posibilidad de que tenga que pedir disculpas públicas. En los últimos doce meses, vi por todos lados ejecutivos postrados. Siento náuseas con solo pensar en prometer convertirme en una mejor persona.
Permítanme ser claro. No estoy en contra de las disculpas cuando son justificadas. El mal comportamiento tiene que ser sacado a la luz e investigado, sin importar las consecuencias. Pero los incendios se han vuelto más comunes por varios motivos. La tecnología registra nuestros actos, los empleados se han convertido en activistas y es más difícil evitar controversias respecto de China.
Empecemos por la tecnología. Casi todo lo que hacemos como líderes deja una huella digital que puede reaparecer para atormentarnos. Vishal Garg, CEO de la firma hipotecaria Better.com, despidió a 900 empleados vía Zoom, una decisión espantosa. Los mensajes privados pueden volverse públicos. Chris Kempczinski, CEO de McDonald’s, pidió perdón en noviembre al revelarse los contenidos de unos irreflexivos mensajes de texto que envió a la alcaldesa de Chicago sobre dos tiroteos en la ciudad (no mencionemos la correspondencia personal de su antecesor).
La indignación está en todos lados. El CEO de la cadena de ensaladas Sweetgreen (Jonathan Neman) sufrió un cargamontón cuando escribió que las hospitalizaciones causadas por el covid-19 planteaban preguntas sobre los niveles de obesidad en Estados Unidos. Tuvo que disculparse por su insensibilidad –o lo que algunos llaman usar las estadísticas– y describió el episodio como una oportunidad para aprender. ¡Uf!
Por su parte, el personal está comportándose de manera diferente. De acuerdo con una encuesta a 7,000 empleados conducida por la firma de relaciones públicas Edelman, aparentemente los trabajadores ahora piensan que son más importantes que los clientes para el éxito a largo plazo de sus organizaciones. Si eso no fuera lo suficientemente malo, seis de cada diez empleados dicen que eligen dónde trabajar basados en sus convicciones. La línea entre la empresa y la cruzada se ha difuminado.
Si los trabajadores ven algo que no les agrada, ahora es más probable que hagan que el mundo lo sepa. Basta con pensar en el año pasado. Un grupo de empleados de Netflix realizó un paro en octubre en protesta por un programa especial del comediante Dave Chappelle, pues lo consideraron transfóbico. Por cierto, la controversia fue bien manejada: el coCEO de la compañía, Ted Sarandos, pidió perdón por no “liderar con humanidad”, pero no claudicó respecto de la libertad artística.
Por su parte, el CEO de Apple, Tim Cook, lamentó en un memo que la compañía, que era conocida por su secretismo, se había vuelto más lengua suelta. El documento fue filtrado inmediatamente. Banqueros de Goldman Sachs, un grupo de gente preparado para poner a prueba los límites de la empatía humana, circularon una presentación en PowerPoint quejándose por su carga laboral. Y las denuncias de una gerenta de producto de Facebook ocasionaron un enorme daño reputacional a Meta, la casa matriz de la red social.
Al igual que muchas empresas, estamos analizando la manera de ajustar el flujo interno de información: por ejemplo, los empleados tendrían que pedir permiso para abrir nuevos canales de la app Slack. Sin embargo, existe un límite en torno a cuán lejos podemos ir. En abril, la firma de software Basecamp prohibió la discusión de temas políticos y sociales en sus plataformas corporativas. “No somos una empresa de impacto social”, escribió uno de sus fundadores, y agregó, “Nuestro impacto está en lo que hacemos y cómo lo hacemos”. Un tercio de sus empleados renunció, lo que provocó una disculpa.
Asimismo, China es un área problemática, en especial para transnacionales estadounidenses que intentan navegar agitadas aguas geopolíticas. A fines de diciembre, Intel desató las protestas en redes sociales chinas por enviar una carta a sus proveedores indicándoles que no usen en sus semiconductores componentes hechos en Sinkiang. La compañía se disculpó y dejó en claro que estaba tratando de cumplir las leyes de Estados Unidos y no actuando por decisión propia.
En noviembre, Jamie Dimon, CEO de JPMorgan Chase, manifestó su remordimiento por haber bromeado que el banco de inversión duraría más que el partido Comunista de China. Una de sus dos disculpas por ese error no forzado incluyó esto: “Nunca es correcto bromear sobre o denigrar a cualquier grupo de personas, ya sea un país, sus líderes o cualquier parte de una sociedad y cultura”. No tendrá un especial de comedia en Netflix.
Por tanto, para mantener el nuevo año tan libre de disculpas como sea posible, recuerden lo siguiente: nada de lo que hacemos o decimos es privado, hay que ser insulsos, no critiquen a China y hagan como que viven allá. Y por el amor de Dios, no filtren este memo.
Traducido para Gestión por Antonio Yonz Martínez
© The Economist Newspaper Ltd, London, 2022