Gracias por contactarme para brindarles una actualización del panorama tributario corporativo internacional. Para las compañías tecnológicas globales, las noticias son preocupantes. Se ha roto una frágil tregua trasatlántica. Francia ha retomado la cobranza del impuesto a servicios digitales que introdujo el 2019. Estados Unidos se queja de que los impuestos en otros países apuntan injustamente a sus gigantes tecnológicas. Pero tendrá que acostumbrarse.
Tales gravámenes, típicamente 2% a 3% de las ventas, se están generalizando pues los gobiernos intentan recuperar potestad tributaria en un disfuncional sistema global. Entre los que están implementando o evaluando un impuesto digital figuran Brasil, India, Italia y Reino Unido, y la Unión Europea (UE) lo ha considerado. Este es uno de los frentes de la acometida contra las grandes tecnológicas, junto con su presunta conducta anticompetitiva, manejo indebido de data de los usuarios y control de la libre expresión. Los empleados también se están inquietando; los de Alphabet acaban de formar un sindicato.
En medio de la embestida, vale la pena mantener la perspectiva. Los vientos tributarios están virando de favorables a, con suerte, razonables -venimos de una era de minimización impositiva-. La vertiginosa globalización hizo que las multinacionales reemplacen sus temores de doble tributación con los goces de la doble no-tributación, recurriendo a paraísos fiscales para sacarle la vuelta al sistema. Al aprovecharse de los descalces entre distintas legislaciones tributarias, era posible hacer que las utilidades gravables se esfumen.
Las cinco grandes de Silicon Valley pagaron US$ 220,000 millones en efectivo en impuestos la última década, solo el 16% de sus utilidades antes de impuestos. Esa era no podía ser eterna. Algunos trucos ya no son posibles, debido a restricciones promovidas por la OCDE a consecuencia de la crisis financiera. Es el caso de la transferencia de ganancias desde subsidiarias de fachada en la UE a paraísos como Bermudas, la creación de impuestos diferidos a largo plazo o artificios que involucraban préstamos entre firmas de una misma corporación.
Hay gobiernos, especialmente en Europa, que están más activos persiguiendo lo que perciben como elusión agresiva; Apple litiga una demanda de la UE por US$ 16,000 millones y Facebook estaría evaluando cerrar sus holdings irlandesas. Pero todavía hay abundante margen para reducir obligaciones impositivas, en particular vía el uso creativo de activos intangibles como patentes y otra propiedad intelectual. Las cuentas financieras de las firmas digitales están repletas de estos activos. La ruta caribeña se ha vuelto complicada, aunque aún se puede usar paraísos de la propia UE, entre ellos Irlanda y Luxemburgo. Gobiernos, incluso en Europa, que han fustigado a empresas que eluden, han estado diseñando nuevos esquemas para atraer inversiones, tales como incentivos tributarios vía la cesión de patentes.
Mejor aún, el esquema de “precios de transferencia” sigue prácticamente intacto. Durante décadas, ha posibilitado que las empresas trasladen ganancias a territorios de baja imposición, fingiendo que sus subsidiarias realizan transacciones entre ellas en condiciones de mercado. Según la ONG Red para la Justicia Fiscal, que cuenta con buenos analistas, las multinacionales continúan defraudando a los gobiernos por alrededor de US$ 250,000 millones anuales.
El covid-19 es una preocupación. Los enormes forados presupuestales que ha generado podrían provocar exigencias de que todos paguen “lo que les corresponde”. Y qué mejor blanco que las gigantes tecnológicas, que “ganaron como bandidos” en la pandemia. Ciertos activistas han esgrimido estadísticas cargadas de emotividad, por ejemplo, que el citado monto defraudado equivale a los sueldos de 20 millones de enfermeras.
Con los riesgos en aumento, los CEO deberían asumir el control del tema y no sus áreas tributarias, y promover un acuerdo multilateral liderado por la OCDE. ¿Por qué? A las grandes tecnológicas les vendría bien un armisticio en por lo menos una de sus batallas globales con los reguladores, aparte de que es la opción menos mala para las empresas. Ello introduciría una tasa impositiva global mínima, quizá 12.5% de las ganancias -debajo de la tasa promedio que pagan las grandes tecnológicas estadounidenses-.
El otro pilar del acuerdo no les agradará: que las empresas contribuyan en mercados donde no tienen presencia física pero sí clientes. Pero incluso quienes lo apoyan aceptan que es poco probable que se recaude más de entre US$ 5,000 millones y US$ 10,000 millones anuales. Mucho dependerá de la postura del Gobierno de Biden.
La alternativa se ve fea: que se vuelvan la norma impuestos del tipo “toma y daca”, con la consecuente superposición de apelaciones y un posible retorno a la doble tributación. Por tanto, respalden un acuerdo global y confíen en que será relativamente moderado. Las reglas del juego de la elusión están cambiando, pero el juego continúa.
Traducido para Gestión por Antonio Yonz Martínez
© The Economist Newspaper Ltd, London, 2021