El pasado 4 de octubre, la catástrofe se desencadenó en la más grande red social del mundo cuando Facebook y sus aplicaciones hermanas dejaron de funcionar por seis horas. Pese a ello, fue uno de los momentos menos vergonzosos de la compañía en esa semana. Al día siguiente, la denunciante Frances Haugen informó al Congreso de Estados Unidos de toda la clase de conductas malintencionadas de la compañía, desde promover trastornos alimenticios hasta poner en peligro la democracia.
Algunos se preguntaron si el mundo se convertiría en un mejor lugar si el apagón fuese permanente. Sin embargo, parte del oprobio que se ha amontonado sobre Facebook es incoherente. Los políticos están enojados, aunque hasta ahora no han sido capaces de coordinar una reforma para refrenarla.
Entretanto, los inversionistas han seguido adquiriendo sus acciones, sin tener en cuenta los negativos titulares de prensa. No obstante, Facebook no debería sentirse reconfortada por esto. La furia ciega que se ha generado muestra que sus problemas reputacionales se le han escapado de las manos.
Algo de las críticas de la semana pasada fue tendencioso. Los reportajes hicieron hincapié en investigaciones internas de la compañía que mostraban que Instagram —la app de Facebook que sirve para compartir fotos— hace que uno de cada cinco adolescentes estadounidenses se sienta peor respecto de sí mismo. Pero se prestó menos atención al hallazgo de que Instagram hace que el doble de adolescentes se sienta mejor respecto de sí mismos.
Los críticos de Facebook están en lo correcto cuando señalan que debería ser más transparente. Pero la compañía tiene medianamente razón cuando sostiene que la histérica reacción a hallazgos que no son sorpresivos provocará que las empresas lleguen a la conclusión de que es más seguro para ellas no realizar ninguna investigación.
Otros reclamos son en realidad críticas contra Internet en general. La pregunta sobre cómo regular el contenido viral para menores de edad va más allá de Facebook, tal y como lo sabe cualquier progenitor que haya dejado que su vástago vea YouTube. Lo mismo ocurre con los dilemas en torno a cómo la compañía amplifica la atención y cómo fijar límites entre mantener el derecho a la libre expresión y minimizar perjuicios.
Facebook volvió a solicitar que el Congreso sopese asuntos como la edad mínima para acceder a las redes sociales, en lugar de dejar el tema en manos de las empresas. La compañía ha realizado mayores avances que la mayoría en la evaluación y resolución de cuestiones sobre libertad de expresión con su “junta de supervisión”, un órgano con nombre pomposo pero discretamente útil que dispensa dictámenes en asuntos que van desde misoginia hasta desinformación.
El reclamo más perjudicial recibió la menor atención. Haugen alega que Facebook ha ocultado un declive en el número de sus usuarios estadounidenses jóvenes. La denunciante reveló que según proyecciones internas, una disminución de la conexión de los adolescentes podría generar un declive de 45% en el número de usuarios estadounidenses dentro de los próximos dos años.
Los inversionistas llevan mucho tiempo enfrentando la carencia de divulgación abierta de información de la compañía. De haber anunciantes que emiten publicidad engañosa, ello socavaría la fuente de casi todos ingresos por ventas de Facebook, y potencialmente violaría la ley —la compañía lo niega—.
¿Algo de esto es importante? Aunque el precio de su acción ha estado rezagado respecto de otras gigantes tecnológicas, se ha elevado casi 30% los últimos doce meses. Los políticos amenazan con escindir la compañía, pero el caso tiene fallos. La aseveración del Departamento de Justicia de que Facebook es un monopolio se basa en la definición de que su mercado excluye a la mayoría de redes sociales.
El sinsentido de esto fue demostrado por el apagón, pues los usuarios recurrieron en masa a apps como Telegram, TikTok y Twitter. El proceso judicial es más una expresión de frustración que un poderoso argumento a favor de la regulación de la competencia.
Pero la furia podría importar. Facebook se acerca a un punto de no retorno reputacional. Aunque presentó respuestas plausibles a los alegatos de Haugen, el público ya no quería oír. La compañía corre el riesgo de sumarse a corporaciones marginadas, como las grandes tabacaleras. Si esa idea arraiga, Facebook se arriesgaría a perder su joven y liberal personal.
Incluso si sus clientes de mayor edad permanecen, sus grandes ambiciones podrían frustrarse si la opinión pública continúa viéndola mal. ¿Quién querría un metaverso creado por Facebook? Quizás tantos como quienes desearían que Philip Morris cuide su salud.
Si la argumentación racional ya no es suficiente para sacarla de su hoyo, la compañía debería prestar atención a su rostro público. Mark Zuckerberg, su todopoderoso fundador, hizo una razonada declaración tras la ola de ira. Pero fue ignorado o ridiculizado, y cada vez luce más como una carga para la compañía.
Traducido para Gestión por Antonio Yonz Martínez
© The Economist Newspaper Ltd, London, 2021