Cuestión de confianza y el "cheapest cost avoider"
Una pregunta central en el Derecho es: frente a un daño, ¿quién debería pagarlo? De manera más general, existen “titularidades” como el derecho a hacer ruido o el derecho a exigir silencio, que el Derecho “asigna”. A veces damos por sentado a quién deberíamos preferir en cada situación, pero la respuesta no es obvia. Uno de los mejores esfuerzos para responder a estas preguntas empezó con el trabajo de Guido Calabresi, un profesor y juez, ex decano de Yale, que revolucionó (junto a Posner, Coase, Stigler, Becker y Cooter) la forma de entender el Derecho, desde una perspectiva económica. Calabresi introdujo el concepto de “cheapest cost avoider”, para referirse a la persona que podía evitar el daño de una forma más económica. Si bien este concepto ha sido aplicado a relaciones comerciales, últimamente se ha extendido la idea (gracias a trabajos como los de Cooter y Gilbert: último libro aquí) de que dichos conceptos también pueden ser usados en el plano del Derecho público, incluso para definir conflictos constitucionales entre poderes del Estado.
No pretendo hacer un uso pleno de las teorías para un caso que solo conozco superficialmente, pero acá va un intento de ejemplo. En Perú, el presidente tiene la potestad de cerrar el Congreso si este le “niega la confianza” dos veces. La “cuestión de confianza” significa que el presidente somete al Congreso alguna política o nombramiento gabinete. En teoría, la cuestión de confianza solo se puede plantear acerca de temas que competan al poder ejecutivo.
En 2019, el ex presidente Vizcarra “interpretó” que el Congreso le había negado la confianza a pesar de que éste no lo hizo (explícitamente). El caso llegó al Tribunal Constitucional, el cual determinó que la interpretación hecha por Vizcarra era válida y -como consecuencia- el Congreso fue legalmente cerrado. En un reciente caso, el Tribunal Constitucional ha determinado, en sentido inverso, que solo el Congreso puede interpretar la negativa de confianza. Si bien la decisión es cuestionable desde diversas perspectivas (por ejemplo, no compartimos la idea de que existen “intérpretes designados” de la Constitución, todos somos intérpretes), me sentraré en el argumento económico.
En cierto modo, el Tribunal Constitucional -y el país- se enfrenta a un dilema irresoluble. Si el Ejecutivo tiene facultad para decidir si le han negado la confianza, podría generarse un poder ilimitado en éste, exacerbando nuestro modelo “presidencialista”, acércandonos a una dictadura. Si, por el contrario, solo el Congreso tiene el poder para determinar, las cuestiones de confianza podría ser burladas, prácticamente desapeciendo dicha figura del Derecho peruano. Aquí entra, entonces, el razonamiento económico, como una forma de definir un dilema donde ambos tienen buenas razones.
En corto, si el presidente tiene postestad para definir la respuesta del Congreso como “negativa”, el Congreso cerrado poco o nada podría hacer para defenderse. Si apela la decisión, el Tribunal se enfrentaría a un “hecho consumado”, salvo que actúe con inusitada rapidez. Por el contrario, si es el Congreso el que define su propia negativa, el ejecutivo siempre podría cuestionar dicha decisión ante el Tribunal. En este sentido, el ejecutivo es el que mejor puede asumir y mitigar el costo de una decisión arbitraria. Entonces, el presidente es el “cheapest cost avoider”, por lo que no debería tener la potestad de definir una negativa de confianza (solo lo podría hacer el Congreso).
Alejándonos un poco más de la situación, lo que siempre he pensado es que este tipo de controversias se definen legalmente solo hasta cierto punto. La opinión pública, la popularidad, la postura de las FF.AA., el rol de la prensa y los detalles del caso; puen jugar un rol mayor que el de una decisión del Tribunal Constitucional. Esto sería de alguna forma asimilable a los “costos de transacción” (Coase), pero en relación al “costo político”. Un costo político bajo, significaría más democracia, donde -independientemente de quién tenga “titularidad” para interpretar la cuestión de confianza- siempre “ganaría” quien tuviese mayor apoyo de la población. En un escenario de costos políticos altos (por ejemplo, donde las fuerzas armadas puedan intervenir políticamente), la asignación de la titularidad sería más relevante.
En ese sentido, creo que el Tribunal (sea el de 2019 o el de 2023) serían más cautos en no dar reglas tajantes, generales, acerca de quién tiene o no potestad. Una mejor estrategia sería decidir con mucho apego a las circunstancias de cada caso, derivando de esos detalles razones para inclinar la balanza hacia uno u otro lado.