Los pulpines y la inclusión social
Por miles de años, la humanidad ha tratado de lidiar con la desigualdad. Esto no es ninguna sorpresa pues la desigualdad es probablemente el problema más complicado para cualquier relación (entre personas, empresas y el Estado). Sí, cualquiera.
Durante la mayor parte de la historia, la mejor manera de lidiar con la desigualdad fue asegurar que la superioridad del más fuerte sobre el más débil prevalezca, por ejemplo, a través de monarquías que aseguraban que las familias reales y las que pertenecían a la aristocracia gobernaran para su beneficio mientras que la mayoría de la población no tenían otra opción que trabajar para complacerlos.
Tras las revoluciones Americana y Francesa, un nuevo rey – el capitalismo – reemplazó al ancien régime con su promesa de una economía de mercado funcional y un gobierno representativo o popular. En teoría, bajo este nuevo sistema, los consumidores o ciudadanos, i.e., la población en general, se convertirían en los nuevo “monarcas”. Al decidir qué comprar o no, la población determinaba qué debía producirse, en qué cantidades, con qué calidad; o incluso quién debería gobernar un país o manejar una empresa. De esta manera, gracias a la competencia, los empresarios, capitalistas y políticos – es decir, los individuos más influyentes de la sociedad – quedaban sin excepción con una sola alternativa para adquirir y preservar su riqueza: satisfacer al consumidor y comprometerse con su bienestar. A través de este sistema, se esperaba también que los efectos alienantes de la desigualdad del ingreso y la riqueza desaparecieran.
Las cosas no funcionaron de acuerdo con lo planeado. El auge y la caída del socialismo – una de las ideas políticas más populares de la historia que, en pleno apogeo en los años setenta, llegó a tener a casi 60% de la población del mundo viviendo bajo gobiernos socialistas – fue probablemente uno de los intentos más serios y organizados para eliminar la desigualdad, considerada como la principal fuente de la avaricia, la envidia, la pobreza y el conflicto. Perú no fue la excepción: la gran cantidad de interrupciones la democracia a través de golpes militares y el surgimiento de movimientos subversivos fueron intentos por revertir una situación de desigualdad percibida como insostenible. Ninguna de estas alternativas, como sabemos, funcionó.
Hoy, la humanidad (y el Perú también), a pesar de que el mundo ha experimentado la reducción de la pobreza más importante de la historia en las últimas décadas, sigue intentando encontrar una manera sostenible de lidiar con la desigualdad. No es casualidad que:
- El libro más popular del mundo no sea una novela romántica o de suspenso sino un tratado de cientos de páginas sobre la desigualdad en los países desarrollados (Capital in the 21st Century by Thomas Piketty);
- La Directora Ejecutiva del Fondo Monetario Internacional (FMI), Christine Lagarde haya señalado recientemente que “la desigualdad ya no es un mero desafío social sino un problema macroeconómico crítico; y
- El ex Presidente de Estados Unidos, Bill Clinton, haya señalado recientemente en un evento en Google que el reto más importante para la humanidad en las próximas décadas será “redefinir los términos de nuestra interdependencia”, es decir, reescribir los contratos sociales que sostienen nuestras sociedades y democracias.
Las recientes protestas ciudadanas originadas a raíz de la Ley N° 30288 (también conocida como ‘Ley Pulpín’) son una muestra de que la “redefinición de los términos de nuestra interdependencia” podría estar por empezar nuevamente en el Perú.
Nadie duda que contar con empresas más productivas y una economía más diversificada es el camino ineludible para entrar en la categoría de país del primer mundo. Sobre lo que todavía no se ha producido un debate lo suficientemente amplio es sobre quién debe asumir esos costos o por lo menos cómo estos deben distribuirse.
Con la “Ley Pulpín”, el gobierno y el empresariado que la apoya a rajatabla parecen sugerir que deben ser los jóvenes los que asuman la mayor parte del costo. Con tres multitudinarias marchas de protesta, los jóvenes han expresado con claridad que no están dispuestos a pagar solos una factura que, por lo menos, consideran que debería compartirse.
Todavía no está claro como se resolverá el debate en torno esta ley. Sin embargo, desde una perspectiva histórica quizás importe poco si se deroga o no. Lo importante es que como sociedad entendamos que la desigualdad del ingreso o la riqueza no fractura las sociedades; lo que las desestabiliza y rompe es precisamente reglas de convivencia que no respetan la igualdad de derechos de los ciudadanos y que no asignan responsabilidades compatibles con las posibilidades reales de todos los ciudadanos.
Para forjar sociedades desarrolladas hace falta mucho sacrificio. Y para que ese sacrificio se produzca con estabilidad política y social hace falta más que un manejo macroeconómico sólido. Hace falta tener a todos los miembros de la sociedad dispuestos a sacrificar algo de lo que tienen por el bien común. Esto suele ser responsabilidad de los líderes políticos quienes, en lugar de tomar partido, están llamados a persuadir a todos los sectores de la población de que aun cuando el camino hacia el desarrollo esté lleno de obstáculos y retos, si cada uno sacrifica su cuota, finalmente lo alcanzaremos. El punto de partida para que esto se produzca es que este pedido de sacrificio sea percibido como balanceado y justo. El año 2014 terminó mal en este sentido por la Ley Pulpín. Esperemos que 2015 comience y termine mejor. Si esto no ocurre la estabilidad política y social estará amenazada como ya tantas veces lo ha estado en el pasado, poniendo en riesgo el trecho que ya hemos avanzado en el camino hacia el desarrollo.