Atención estrategas: La vulnerabilidad es nuestra mayor fortaleza
Lo confieso. Soy una perfeccionista en rehabilitación. Una de las secuelas de haber sido picada de niña por el ‘bichito’ del ballet y haber pasado años practicando frente a un espejo, haciendo tareas del colegio tras bambalinas y mirando videos de bailarinas rusas cada minuto libre, es que la línea entre la ilusión del escenario y todo lo que pasa detrás se comienza a borrar.
La búsqueda obsesiva por la perfección se normaliza, al estilo Natalie Portman en la película El Cisne Negro. Todo lo que vieron es real.
Es una situación que se repite en tanta gente; maratonistas perfectos que tienen que bajar su tiempo, ejecutivos perfectos que tienen que lograr esa gerencia o mujeres perfectas que tienen que ser buenos ‘pulpos’ y verse regias en el proceso. Tienes que sacarte veinte, tienes que invitar a alguien a la ‘prom’, tienes que hacer deporte, tienes que casarte, tienes que hacer tu maestría, tienes que ser feliz y en todas las fotos tienes que salir con una sonrisa de oreja a oreja.
Desafiar esta definición de éxito nos hace vulnerables, y hacerse vulnerable es una pésima opción táctica porque te hace más propenso a ser atacado. ¡Nadie quiere ser atacado! Menos una introvertida como yo. Así que nos volvemos perfectamente obedientes y nos despedimos de la espontaneidad, chispa e ideas locas. Y así empieza una vida predecible y aburrida.
Solo un real estratega logra ver que la vulnerabilidad es la mayor muestra posible de fortaleza. Y es que no hay nadie más poderoso que quien logra conectar de verdad. La economía ha evolucionado y la velocidad, eficiencia y precio al que producimos solo se podrá mejorar de manera marginal en adelante. Lo que hará la diferencia es en quién confiamos, quién lidera la conversación, quién conecta con compasión y humildad. Como dice Ted Rubin, pasaremos de medir el ROI (Return on Investment) a medir el ROR (Return on Relationships).
Tengo claro que mi rehabilitación del perfeccionismo será un camino largo. Pero mientras tanto, me contento con sorprenderme a mí misma siendo mi propia definición de caos. El caos que se tira al jardín a jugar, aunque se embarre la ropa; el caos que se olvida de seguir el procedimiento porque se deja distraer por lo interesante y el caos que arranca una reunión bailando la macarena, aunque haga el ridículo.
Y es que, aunque nada sea perfecto, la vida caótica es más divertida.