Monstruo
El cine de Hirokazu Koreeda se distingue por explorar la sencillez de la cotidianidad en los entornos familiares. Siempre pone la atención en detalles que pueden servir de disparadores donde lo que aparentemente se enmarca en una rutina termina saltando por los aires porque los lazos filiales tienen fisuras encubiertas que intentan ser reparadas, en mayoría, sin éxito. Pasa en Nadie sabe (2004) o Tal padre, tal hijo (2013), por citar a dos de sus obras más representativas.
También es cierto que el director japonés tiene una predilección por llevar el melodrama hasta el límite haciéndolo dudoso en términos de realismo. Nadie podría dudar de que Koreeda es uno de los directores asiáticos más importantes del nuevo milenio. Sin embargo, eso no lo exime de una excesiva afectación que subraya en algunas de las buenas historias que ha ofrecido.
Monstruo se pasea a caballo entre los dos “Koreedas”. Felizmente, está más cercano a la primera orilla que a la segunda. Por un lado, estamos ante una gran historia donde el abordaje de los temas principales -la viudez que empuja a sobrellevar cargas emocionales pesadas, la ausencia paterna que condiciona el desarrollo de los roles masculinos, el acoso escolar que se normaliza como parte de la etapa preadolescente, las apariencias que debe guardar un débil sistema educativo, la fragilidad de las volátiles relaciones entre padres e hijos y el despertar sexual que puede ser reprimido por el orden social masculino- está planteado sin artificios y con la urgencia que demanda una respuesta hacia un contexto gobernado por la indiferencia y el individualismo.
Por otro lado, la película alarga las resoluciones de sus conflictos sin que varios de ellos lleguen a estar definidos o guarden una relación precisa entre causa y efecto. Se entiende que no todo tiene porqué estar explicado y, en cambio, pueda ser sugerido, pero Koreeda, por momentos, resuelve sin claridad. Son pocos aquellos momentos, pero son.
Respecto a la narrativa de Monstruo, el realizador utiliza tres perspectivas para contar un mismo hecho. En el primer tramo, una mujer viuda intenta comprender, sin mayores resultados, los cambios repentinos en la conducta de su hijo adolescente. Poco a poco descubre que un profesor abusador podría ser el motivo de su preocupación. En el segundo acto, el docente sospecha que el adolescente fuerza a otro púber y se acerca a ambos para conciliar el conflicto. En la última parte de la película, son los dos menores quienes protagonizan la historia descubriendo sus miedos y frustraciones, a través de una amistad que pone en duda los convencionalismos de una sociedad erigida sobre conceptos machistas.
Al mismo estilo de Rashomon (1950), de su admirado Akira Kurosawa, Koreeda deconstruye y reconstruye narrativamente su última obra. El resultado está cubierto por una eficacia sutil donde la agilidad de las acciones y la interconexión de las mismas, en el espacio y el tiempo, revelan lo mejor de sus personajes centrales: la madre, el profesor y los dos chicos.
No obstante, el rasgo que mayor sensibilidad proyecta en el desarrollo de los conflictos afectivos de Monstruo es la incomunicación que define a sus personajes. Koreeda entiende que esta fractura social no es exclusiva de Japón sino que afecta a toda la humanidad y que, lamentablemente, no hay un retorno optimista que la resuelva; porque no sólo se trata de un hermetismo inevitable hacia las necesidades del prójimo, también consiste en esquivar o desconocer lo que nos atormenta. Allí se sitúan el personaje de la directora del colegio o el padre alcohólico de uno de los menores.
A pesar de dilatar algunos pasajes y no hallar soluciones viables para algunas subtramas, Monstruo es una película que cuestiona con honestidad y sutileza. Una pieza imperfecta como la propia humanidad.