La piel más temida
El principal temor de Alejandra (Juana Burga) tiene que ver con descubrirse en el espejo de su propia sangre. Ese miedo a lo desconocido parte de una curiosidad por entender sus orígenes y su identidad. La muchacha ha llegado al Cusco desde Estocolmo para tramitar la venta de la casa materna, pero su arribo está acompañado de sorpresas que cambian su percepción sobre los vínculos familiares que la rodean. Su madre la llevó a Suecia siendo una niña y no sólo la alejó del Perú, también la desconectó de un momento histórico en el que la vida de miles de peruanos no valía nada. Sendero Luminoso puso en jaque al Estado y era mejor huir. A Alejandra nada de esto le importaría tanto si no se hubiese enterado de manera fortuita que su padre fue un sanguinario líder del grupo terrorista y que no está muerto como ella creía sino encerrado en una cárcel de los Andes. Entonces, el acercamiento hacia este hombre misterioso se convertirá en una excusa inconsciente que le tenderá puentes de exploración afectiva con el pasado y el presente. Y no precisamente con el ser ruin que la vio nacer.
La piel más temida es la segunda película de la Trilogía Fílmica de la Memoria -como la ha denominado su autor, el cineasta Joel Calero-, pieza que se traduce como un ejercicio de sensibilidad cuestionadora donde no hay lugar para el panfleto incendiario ni la propaganda encubierta. Despojada de etiquetas totalizantes, la nueva obra de Calero propone una mirada abierta que permite conocer el dolor de las víctimas colaterales que dejó la confrontación entre el Estado y Sendero Luminoso.
En esa misma dirección, el cariz audaz de La piel más temida se niega a caer en un juego maniqueo que pueda dividir a los personajes en constructos de bondad o maldad per se. Calero sitúa a la protagonista, Alejandra, en un posición neutra en términos políticos -o ideológicos como quiera denominarse- que avanza por el camino del apego hasta confrontarla con un miedo mayor: la aceptación por parte de su abuela paterna, Dominga (María Luque). Entonces, el director destapa un delicado ángulo filial de la historia que hasta cierto momento estuvo dominada por la potencia del contexto político, el mismo que sobrevuela todo el tiempo que dura la película.
Sin embargo, dejar que Alejandra avance a ciegas a través de una experiencia reveladora y novedosa, consiguiendo salir indemne psicoafectivamente, no sería convincente sin la presencia de un faro que la invite a asumir riesgos o, en el caso más elemental, la invite a reflexionar respecto a su condición de hija de terrorista y mujer andina desarraigada por accidente.
Este faro es Américo (Lucho Cáceres), el tío materno que ejerce como personaje bisagra y voz de la conciencia de la joven mujer. Calero ubica a Américo en una posición estratégica dentro de la trama porque lejos de la influencia de su madre, Alejandra persiste en indagar en cuanto a su pasado estimulada por las charlas que sostiene con su tío. La chica no es un amasijo de impulsos sino un respetuoso balance de experiencias meditadas, inteligentes y, sobre todo, sensitivas.
En paralelo, insisto, la verdadera aceptación que busca Alejandra no tiene que ver con su padre preso sino con su abuela. El rechazo inicial de la anciana está relacionado a repeler lo desconocido, lo citadino, lo dominante, la mirada condescendiente. Todo aquello que representa la postura discriminatoria que han aguantado por siglos los habitantes del campo. Posteriormente, Dominga entenderá que Alejandra también es el resultado de un contexto hostil que le plantea muchas interrogantes y pocas certezas.
Dominga sangra por dentro -su hijo es un genocida, pero ella sigue siendo madre- y el único vínculo familiar que tiene está encarnado en la nieta extranjera a la que otorga una displicente oportunidad de acercamiento. Calero es hábil para establecer las relaciones entre sus personajes. Los complementa a fuego lento sin que nada se fuerce o caiga en el melodramatismo efectista. La progresión emotiva entre abuela y nieta se presenta honesta y sentida a tal punto que terminamos preguntándonos si dos soledades vecinas son mejores que una familia que convive sin relacionarse.
En tal caso y en medio del dolor que destila la película, ¿quién podría ser el culpable o la víctima cuando dos bandos se enfrentan? Calero no juzga. Expone. Y lo hace desde diversas perspectivas. Nunca pierde el rumbo para decirnos que los verdaderos damnificados fueron (son) aquellos que no empuñaron un arma y pagaron las consecuencias de una confrontación que se desbordó ante los ojos impotentes de millones de peruanos. La piel más temida es perspicaz para abordar un capítulo oscuro de nuestra historia. No se distrae en los señalamientos gratuitos y esboza una reconciliación entre aquellos que hasta hoy no encuentran la paz.