Kimi: alguien está escuchando
Empecemos por la conclusión: la última película de Steven Soderbergh asume grandes riesgos y logra irregulares resultados. Sin embargo, lo que deja un sabor agridulce son las posibilidades diluidas de convertirse en una estampa contemporánea al no profundizar en su premisa inicial: la relación entre el ser humano y la ciberrealidad, o mejor dicho en la subyugación que ejerce la segunda sobre la primera, sobre todo, en un contexto socio psicológico marcado por la pandemia.
Angela (Zöe Kravitz) trabaja en una empresa de tecnología que acaba de desarrollar un asistente virtual controlado por voz llamado Kimi, una especie de Alexa, pero que a diferencia del aparato de Amazon corrige sus errores y reformula sus tareas a través de intervenciones humanas directas. Angela es una de las más eficientes correctoras de la empresa. Acorde a los tiempos que corren, realiza trabajo remoto y se comunica con su reducido entorno familiar y amical a través de videollamadas. Sus amplios conocimientos tecnológicos y sus exclusivos contactos digitales no solo corresponden a la evidente inclusión en una ola generacional multitasking, sino que Angela se siente más cómoda dentro de casa porque la agorafobia que padece le otorga los mecanismos necesarios para no exponerse a circunstancias que la hagan sentirse vulnerable o atrapada. Angela también debe lidiar con un presumible abuso sexual que incrementa su trato desconfiado y arisco hacia los demás. Todo con la pandemia como telón de fondo. Es decir, la protagonista es un cóctel de posibilidades argumentales que cualquier director agradecería al guionista David Koepp.
La película inicia con un guiño-homenaje a Hitchcock y el reconocible voyeurismo de La ventana indiscreta al hacer un barrido por las rutinas de las personas que viven en el barrio de la muchacha, todas con un pie en el confinamiento y otro en la posibilidad de un retorno pleno a la normalidad. Al interior de su vivienda, Angela practica spinning, prepara sus alimentos, espía a sus vecinos y se acuesta ocasionalmente con un abogado que vive en el edificio que está frente al suyo. Lo más llamativo es que Angela no vive sola, la ansiedad la acompaña todo el tiempo.
Soderbergh -un director hábil que siempre ha sabido cómo explotar las potencialidades psicológicas de sus personajes- deja pasar la oportunidad para introducir al espectador en un mundo donde la realidad virtual altera, canibaliza y deforma a la “realidad terrenal”. Y es que Angela, en cierta medida, encaja en el concepto que tenían los filósofos idealistas del siglo XVIII: la realidad es una idea mental que solo está en nuestras cabezas. Dicho de otra manera, la naturaleza del espacio-tiempo, o de las cosas que observamos, se explica por una causa mental: la percepción que elabora nuestro cerebro. Angela percibe la realidad desde sus temores y no desde lo que realmente sucede. Esa mirada kantiana de poner la mente humana en el centro de la comprensión de la realidad aproxima al personaje central hacia un abismo de enigmas que poco a poco se develan. No obstante, sería reduccionista, en parte, entender a Angela solo desde esta perspectiva porque ella se expresa (sobre todo al inicio de la película) por medio de una realidad compleja, la virtual, que tiene una base material apoyada en soportes físicos, por lo tanto, la fabricación de su propia realidad está condicionada a factores externos como las computadoras o los programas de simulación del asistente virtual.
Soderbergh explora, aparentemente, la dependencia que sufre el ser humano a causa de la tecnología y la alteración de sus percepciones lógicas, aunque su discurso termina golpeando a las corporaciones corruptas con su mensaje de poderosos contra débiles y dominadores frente a dominados. Quizá la cereza que le faltó al realizador para redondear su idea pasa por proponer uno de los postulados del científico Nick Bostrom: la absoluta convicción de que vivimos en una simulación informática.
Soderbergh ataja el camino y salta por sorpresa hacia otro terreno, uno que domina y donde expone una de sus mejores versiones como realizador: la del thriller. Toda la rutina de Angela cambia de repente cuando en una de sus intervenciones para corregir un error del asistente virtual escucha voces y gritos que la llevan a descubrir el asesinato de una mujer. Los recuerdos remueven el nebuloso e infortunado pasado de la joven. Entonces, la película adquiere otro carácter y se convierte en una trivia que juega entre perseguido y perseguidor. Ella huirá de los malos que no quieren que se conozca la identidad del influyente asesino, mientras que en su recorrido argumental se topará tangencialmente con temas como la discriminación de género, el espionaje digital y las protestas contra las instituciones censoras. Soderbergh abarca y aprieta mucho bajo la apariencia superficial de un thriller sencillo y de fórmula. Lo hace bien, sin solemnidad o moralejas.
Lo malo de este giro de tuerca son los personajes que van apareciendo: unos sicarios torpes que son sorprendidos por Angela y el propio asistente virtual; una CEO, supuestamente inescrupulosa, que tiene menos perversión que la propia Kimi; y un hacker con alma de niño que no quiere perder ninguna partida de videojuego. Todos son tan malos que dejan a Kravitz en un pedestal interpretativo. En realidad, ella es la película y el eje de cualquier cuota de paradoja o ironía que intenta esbozar Soderbergh. Hasta cierto humor negro se desprende cuando la joven se ve representada musicalmente por los Beastie Boys o Elastica.
Kimi: alguien está escuchando es buena hasta que se encuentra con sus propios demonios narrativos, esta vez no son virtuales, sino que resultan tan reales que dejan la impresión de haber visto una película que se cansó a medio camino, pero que retoma la marcha en el último tramo y llega a la meta con dignidad.
* Kimi: alguien está escuchando se puede ver en HBO Max.
* Kimi: alguien está escuchando puede verse en HBO Max.