Minari
El sueño americano -entendido como el nuevo comienzo que se aferra a la negación de una vida pasada donde los individuos disfrutaron y sufrieron, pero que buscan o anhelan un cambio urgente en sus destinos- basa su mitología en la abundancia de una tierra donde el acceso a los espacios geográficos establece un principio de justicia en el que prima la igualdad de oportunidades. Sin embargo, la oportunidad, per se, no es un factor mágico que transforma el derrotero de quienes eligen conformar una sociedad mejor. El esfuerzo individual, como característica propulsora, es la esencia de la nueva vida, sin importar el destino -rural o urbano- y la procedencia de los aventureros.
Como suele pasar con las proclamas ideológicos y las historias de ficción -casi siempre tan emparentadas, por no decir idénticas- la representación de las experiencias de sus protagonistas se propagan de una forma muy bien articulada a fin de conmover o llamar la atención de una audiencia, siempre con la intención de generar un cambio. El sueño americano, como construcción social, es un discurso ideológico que, a la vez, se camufla en un relato de ficción, que alcanza a millones de migrantes seducidos por los cantos de sirenas que otorga el boca o boca o la experiencia parcialmente exagerada de quienes la viven; nuevamente, un acto de medias verdades alentadoras o mentiras piadosas con cariz de vergüenza.
Minari narra la historia de una familia coreana, los Yi, que llega a los Estados Unidos en búsqueda del sueño americano en los tiempos de Ronald Reagan. Lee Isaac Chung, realizador de la cinta, propone una fábula de esfuerzo y redención basada en el arquetipo de la tierra prometida, aquella que será muy difícil de conquistar y que pondrá a prueba la resistencia, a todo nivel, de la familia asiática. La radiografía de Minari, y el objetivo concreto de asentar los hechos en una alejada y agreste zona rural de Arkansas, remarca la dificultad del sueño americano, pero agregando un elemento que sobrevuela la película todo el tiempo: la fe.
Si bien el fundamento del sueño americano tiene un aliciente económico, sus raíces también son religiosas. Lee Isaac Chung acude al componente dogmático para que Minari se convierta en una nueva representación del éxodo, plagada de alegorías, donde los israelitas son reemplazados por coreanos y Arkansas es la nueva Canaán. No es difícil advertir la asociación que existe entre el camino de superación pecuniaria que deben seguir los protagonistas y la fe que abrazan éstos mismos: sendos crucifijos cuelgan del cuello de Monica (Han Ye-ri), la madre, y de las paredes de la casa prefabricada donde habitan los migrantes. Los nombres de los personajes masculinos también aluden a íconos de la tradición bíblica. Por ejemplo, Jacob (Steven Yeun), el padre; y David (Alan Kim), el pequeño hijo. Lo que también llama poderosamente la atención, y que el director introduce con pericia, es que el proceso de advenimiento religioso va acompañado de un proceso de transculturización occidental que copa todas las actividades de los Yi. Si bien el primero está incluido en el segundo, el guion no cae en el trazo grueso al delinear esta relación. En una secuencia, la familia Yi acude a la iglesia protestante de un pueblo cercano, por iniciativa de Jacob, a fin de paliar espiritualmente los malos eventos que atraviesan. Transcurrida la misa son presentados por el pastor ante los otros fieles y luego invitados a departir con los otros miembros de la comunidad religiosa. Entonces, el choque cultural abre sus primeras brechas, aunque Jacob asuma su condición de migrante y Monica se sienta muy incómoda.
Este, y otros eventos, marcan el discurso emocional que empuja las acciones, y fricciones, de Minari sustentado en el resquebrajamiento de la unión matrimonial. Tras el fracaso laboral de Jacob en California, el hombre tiene claro que la nueva tierra prometida -literalmente muchas hectáreas de campo- será el manantial del progreso que anhela. Monica no ve que el futuro sea prometedor. Más bien augura días de sufrimiento, riesgo e incomodidad. La discrepancia entre marido y mujer, acerca del modo de vida que llevan, también se traslada a las decisiones que adoptan sobre sus dos hijos menores, uno de ellos con un problema cardiaco, David; y la otra que asume con madurez la responsabilidad cuando los padres trabajan, Anne (Noel Kate Cho). Por momentos, Minari se transforma en un inquietante drama conyugal de escenas intensas que evidencian el gran trabajo de Yeun y Ye-ri. El director pone en debate, con sutilidad por medio de metáforas, el rol benefactor de la figura paterna y la sumisión que, supuestamente, debería asumir la imagen femenina.
El riesgo que acecha al orgullo de Jacob tiene un momento de buena factura cuando el hombre establece un breve diálogo con su hijo. Ocasionalmente, Jacob alterna su actividad de agricultor de vegetales coreanos en su fundo-casa-almacén con un trabajo en una planta avícola. En esta última debe reconocer y separar a los ejemplares hembras de los machos mirando el ano de las aves, algo que hasta cierto punto lo hace sentir denigrado en contraposición a su labor como pequeño agricultor. Durante la conversación, el niño le pregunta a su padre por un alto tubo humeante instalado fuera de la avícola. Jacob responde que es el lugar donde echan a los polluelos machos porque no tienen sabor y no ponen huevos. No sirven para nada, agrega el hombre. Entonces, recomienda a su hijo, que ellos también deberían ser útiles para no ser descartados como las pequeñas aves. La perspectiva del fracaso masculino que ofrece Lee Isaac Chung encierra una amenaza constante para Jacob quien persevera para no claudicar, por más que sus propósitos sean nobles y estén enmarcados en una línea contracorriente poco viable.
Para compensar el dramatismo intrínseco que identifica a su película, Lee Isaac Chung recurre a elementos disruptores que por momentos otorgan cuotas de humor y frescura a las penurias de los Yi. La abuela llegada de Corea, Soon-ja (Youn Yuh-jung) y el ayudante de campo de Jacob, Paul (Wil Patton), son fundamentales para entender los cambios en los puntos de vista de los Yi. Soon-ja no es la abuela convencional que esperan los niños. Es la representación extrema de la transculturización y la renuncia al mundo pasado. Lo irónico es que la negación está marcada por la desgracia que sufre Soon-ja. Nuevamente, el factor religioso se impone y castiga a los impíos. Puede sonar exagerado, pero el director es enfático, siempre apelando a un sarcasmo velado, sobre el peso tremendista que impone la fe. Por un camino de trocha, Paul arrastra una cruz los domingos a modo de culpa y a menudo ora para que la prosperidad llame a la puerta de los Yi. Es el ángel guardián que rebosa optimismo y fidelidad. No obstante, Soon-ja y Paul tienen un lado zafado, desequilibrado e irreal respecto al entorno. Son dos mentes perturbadas que equilibran la calamidad del contexto que propone Minari. ¿Los insanos son agentes desestabilizadores en los que debemos reparar ante la monotonía y previsibilidad del mundo moderno?
Minari se deja llevar por un ritmo sosegado, nada anticlimático, donde las ideas de triunfo y fracaso diseñadas por el sueño americano se desmitifican en absoluto. El jardín del edén de Jacob, un pedazo de tierra árida en medio de la llanura sureña, es la salvación del orgullo de una familia migrante que espera un milagro a pesar de tener todo en contra. Minari es un acercamiento a la narración del éxodo y la peregrinación bíblica, pero sin fundamentalismos religiosos, sin cuotas de solemnidad, sin mensaje aleccionador, sin paradigma de superación, sin manuales de resiliencia. Todo eso se agradece.