La empresa arrepentida
“La empresa tiene que pedir perdón” o “los empresarios son corruptos” son algunas de las frases que oigo y leo comúnmente cuando se pretende abordar el asunto de la lucha contra la corrupción.
Las dos grandes preguntas que me saltan a la mente inmediatamente son: ¿por qué? y ¿hasta cuándo?
¿Por qué tendríamos todos los que hacemos empresa pedir perdón? Notara el lector interesado que hablo en plural y esto no es una ocurrencia mía. No me quiero “subir al coche” es únicamente una aproximación a la realidad. Todos aquellos que buscamos generar riqueza mediante la división del trabajo somos empresarios. Es cierto que existimos de distintos tamaños y rubros, pero al fin de cuenta todos formamos esa categoría (ojo con eso al momento de los agravios).
Lo segundo que anotar es que el perdón nace, en la gran mayoría de veces, de un acto u omisión propia. Pese a ello, se sigue machacando que -hoy- el caso de Odebrecht nos lleva a todos sumidos en la eterna postración y en la culpabilidad. La cabeza gacha y a pedir perdón por siempre hasta que salga otro escándalo y de vuelta a la dinámica. No más, no hay de que avergonzarse, no hay estigma válido porque lo único que queremos es ejercer nuestro legítimo derecho a prosperar y generar riqueza. Cargar con culpas ajenas equivale a ese cuestionable mito del pecado original ¿nacemos los empresarios con un estigma natural?
El sincero problema detrás de todo ese señalamiento es que no tenemos convicción de que la justicia hará su trabajo y, por lo tanto, desconfiamos -con algo de razón- en que la impunidad podría imponerse (una vez más). Bueno, si desconfiamos de eso ya sabemos a dónde mirar y en que debemos de preocuparnos cuando hablamos de país desarrollado. Dejemos de buscar mártires en donde no los hay. “Empresario” no puede ser una mala palabra o un oficio asociado a lo vil y poco ético. En todas partes “se cuecen habas” y parte de la humildad moral reside además en saber que todos, sí todos, podemos cometer errores (o delitos o pecadillos o lo que fuese).
Pese a lo señalado es crucial resaltar lo positivo que genera la empresa y que nadie ver. No se trata de inflar el pecho, ni menos hacer mérito para un perdón colectivo. Se trata de decir que existimos personas que estamos haciéndolo bien e intentamos esforzarnos constantemente, superando adversidades que pocos ven (difícil acceso al crédito, regulaciones absurdas y obstructivas, etcétera). Nosotros empresarios marcamos el camino, no esperemos a que “otro” nos diga cómo hacerlo.
La otra interrogante es, en el peor de los casos ¿hasta cuándo se nos va a exigir la petición de perdón? Creyendo acaso que la empresa es un símbolo de la perdición por su asociación a la generación de riqueza, hay muchos interesados en derruirla como categoría. Hacen mal, piensan mal. Cuesta creer desde esa perspectiva cómo hay personas que reclaman y exigen desarrollo, pero a la vez quieren sepultar a la única forma de lograrlo; quieren así llevar adelante una falacia de prosperidad sin empresa. La falsa ingenuidad rozando con la manipulación lleva a algunos a suponer que todos son de la misma condición, desconociendo que -directa o indirectamente- todos tenemos vínculos con alguna empresa ¿será necesario entonces seguir de rodillas? ¿quién pone el límite?
Habiendo quedado claro -o al menos eso creo- el mensaje de este pequeño escrito, quiero terminar citando a dos grandes pensadores latinoamericanos. El primero de ellos que dijo en ceremonia pública que “la pelota no se mancha” frase que equipara a lo que sucede a la empresa entendida como la única forma de hacer riqueza y prosperidad. Hay casos de malas actuaciones ¿por eso debemos cancelar el concepto? El segundo pensador en algún momento de esa sobriedad intermitente, reclamó para sí un auténtico grito de libertad -y que representa el mejor símbolo hacer empresa en el mundo-: “déjenme trabajar carajo”.