No llegó mi pedido
Me escribe una persona por twitter contándome: “…compré antes de cuarentena. El pedido llegó 107 días después. Interminables llamadas sin ninguna solución”. Si le suena conocida esta historia, bienvenido al club.
¿Por qué ocurren estas situaciones? Hay varios factores que me gustaría analizar. El primero de todos es, claramente, una posición de comodidad por parte de una empresa (de poder, concretamente) que podría asimilarse a la de un monopolio. Un cliente insatisfecho no representa más que un pequeño dígito. Puedes patalear, berrear, insultar, reclamar. No pasa nada si para la empresa eres solo un numerito. Entonces, cuando existe una situación de poder pueden darse dos posibilidades: te engrandeces o abusas.
Examinando un posible argumento de justificación -para intentar actuar con objetividad- podría afirmarse que, por esta época, las cadenas logísticas se han visto trastocadas de manera que, digamos, las demoras podrían ser algo “normales” (al menos en una primera etapa). La diferencia estriba en la razonabilidad del hecho concreto: ¿puede alegarse una demora de 107 días? Los números no mienten ni dejan espacio a la subjetividad.
Tomando en cuenta lo dicho, me queda claro que, en el mejor de los casos, podría tratarse de un problema de comunicación. Eso de leer las letritas pequeñas (que por algo son pequeñas) y que seguramente dicen, odiosamente, que “la empresa no se hace responsable por las demoras” o “sujeto a disponibilidad” o algo parecido.
Mi percepción, quizá sesgada como consumidor varias veces maltratado, es que existe mucha indiferencia. Esto refleja dos asuntos importantes en consecuencia: el primero de corte comercial y el segundo más ético.
Comercialmente hablando, maltratar o no atender a un cliente constituye la peor estrategia. Los negocios pequeños lo entienden, algunos grandes lo olvidan porque un cliente es -aparentemente- solo eso, “un” cliente. Y es cierto también que nosotros permitimos, con nuestra apatía y resignación que esto suceda. Veamos qué sucedería si juntamos a todos los maltratados y hacemos un boicot.
En el plano ético, la reacción determina un auténtico portazo en la cara. El mensaje es: “No me importa lo que pienses, ya te saqué la plata. Soy el único que ofrece este servicio o, el más conocido, o el más grande, así que confórmate no más” (por no decir otra palabra). La ausencia de empatía (esa bendita palabra que por algo está de moda) es espantosa y acrecienta el reclamo de frialdad y materialismo que, a veces con justificación, se dirige al capitalismo.
En fin, si ya existe el error, sea como fuese su origen, se antepone la reacción de la responsabilidad. Asumir y rectificar. Asumir que es la conducta más difícil de todas y determina no poner pretextos, ni justificaciones, simplemente aceptar el error. Rectificar, acaso con la demostración de preocupación genuina del reclamo -individual y desprotegido- de un solo cliente. No para las cámaras, no para satisfacer o calmar la ira popular, hacerlo simplemente porque es el deber ser. Viene a consecuencia de ello la inmediata reacción por solucionar el caso rápidamente y, luego, echar mano a un cambio en el origen del error (por ejemplo, en la mala comunicación, en el defecto del almacén, en el problema logístico, etc.). Ojo no solo decir que lamentan mucho lo sucedido, sino darle salida rápida. La fórmula es imbatible, sino me creen miren los casos a nivel mundial solamente y se darán cuenta.
La empresa es la forma de organización de la labor (producción) más brillante -por ahora- en la humanidad. Es la única y mayor fuente de riqueza, cuando es desarrollada con plena ética. No les demos armas a quienes quieren destruir esta figura (que los hay, y muchos). La riqueza solamente es justificada -y justificable- si se genera con ética, lo que supone, no solamente el mantra de “no hacer daño a nadie”, sino que -ahora- presupone ese esfuerzo adicional de mirar a todos los lados e ir un poco más, buscando el beneficio de los otros involucrados.
Lima, 03 de agosto de 2020
Eduardo Herrera Velarde.