A finales del siglo XIX vio la luz por última vez y, como testimonio, quedó una botella a modo de ofrenda. Ahora, en pleno 2022, el cementerio más antiguo de Lima fue hallado por un equipo de arqueólogos que, además del licor dejado por los saqueadores, han encontrado piezas que permiten conocer mejor el rompecabezas de la vida virreinal.
El enterramiento creció en pleno corazón de Lima, a la sombra del hospital Real de San Andrés, el más antiguo de Suramérica que, el mismo año de su inauguración —1552—, fracasó por primera vez en su función original de centro médico y tuvo que estrenar la necrópolis.
“Inicialmente, fue un hospital para españoles e hijos de españoles, lo que llamamos criollos pero igualmente había un hospital separado para indios y pardos o negros”, explica el jefe del equipo de Arqueología de la Municipalidad de Lima, Héctor Walde.
Apenas a unos pasos del investigador, los trabajadores de su equipo se afanan en recuperar los 40 cuerpos, entre hombres y mujeres, que han sido descubiertos.
Eso sí, como un libro leído en sentido inverso, actualmente trabajan en la capas más superficiales —es decir, en las últimas páginas de la novela de este cementerio—, superpuestas a otras de hasta tres centurias de antigüedad, las cuales fueron escritas en el siglo XVI.
“Debemos continuar bajando niveles de entierros hasta llegar al nivel del siglo XVI, el fundacional”, señala Walde.
En un lateral, sorprendentemente intacto, se yergue con ayuda de unos pilares de madera una cripta donde encontraron su última morada los más acomodados de su época. La mejor prueba de que, en la muerte como en la vida, la clase social lo define todo.
El resto fueron amortajados y arrojados unos sobre otros sin lápida o inscripción que permita identificarlos.
Un hilo conductor
Ahora, los arqueólogos deben contrastar los restos hallados con la información que consta en los registros del hospital, buscar las razones del ingreso de los pacientes y, en algunos casos, podrán identificar los cuerpos.
Es una tarea titánica para la que tendrán que bucear en los archivos de una institución fundada bajo el auspicio de Andrés Hurtado de Mendoza, el tercer virrey del Perú.
En 1782, el enorme edificio que abarcaba varias cuadras cambió su uso. El hospital se trasladó y el inmueble se convirtió en un hospicio para niños abandonados y huérfanos y, finalmente, en un colegio.
Sobre el cementerio adaptaron el patio de la escuela en el que los alumnos jugaban sobre los restos de sus antiguos vecinos sin saberlo.
Tras la intervención en marcha, el gerente del Programa Municipal para la Recuperación del Centro Histórico de Lima (Prolima), Luis Martín Bogdanovich, explicó que el inmueble “se dedicará a un lugar para aprender artes y oficios”.
Será en un espacio que ha mermado con el paso del tiempo y ahora es mucho menor del que inicialmente comprendía.
Algunos restos “van a tener que ser cubiertos y otros serán expuestos” con coberturas de vidrio y correctamente climatizados “para que se pueda mantener a lo largo del tiempo”.
“En general, toda la información que encontremos va a permitir que la recuperación del inmueble se ajuste al pasado”, comenta Bogdanovich.
El objetivo es el de poner la ciudad en contacto con su historia “a través de estas ventanas al pasado que confortan con una realidad que a veces parece lejana”.
Y será a través de una parte del patrimonio peruano que, con frecuencia, se ignora a la hora de pensar en la historia y arqueología del país andino, anegada por el pasado incaico.
No obstante y pese a la omnipresencia inca en el imaginario nacional e internacional, muchos historiadores calculan que su imperio contaba con menos de un siglo cuando Francisco Pizarro concluyó su conquista.
“Muchas veces, en Perú pensamos que el único patrimonio arqueológico que existe es el prehispánico, pero tenemos un pasado virreinal y republicano asombroso”, subraya Bogdanovich.
Ese patrimonio es el mismo que, en ocasiones, ha sido abierto a la fuerza por los huaqueros, los ladrones del patrimonio, que perforan la tierra en busca de su particular fortuna y, para aplacar las iras que temen despertar, dejan una ofrenda.
Son ofrecimientos en forma de tabaco negro, hoja de coca o una botella de licor como la que han encontrado los arqueólogos en el viejo cementerio del hospital de San Andrés, una prueba más de que la locución latina “sic transit gloria mundi” (así pasa la gloria del mundo) también cruzó el Atlántico.