Caos, barbarie, ineptitud inexcusable de nuestros gobernantes y graves daños a la propiedad y economía imperaron la semana pasada, enrostrándonos, una vez más, la realidad de un Perú que luego de 200 años de independencia, no encuentra su rumbo.
Ya sea que el propio Castillo y Perú Libre propiciaron todo ese caos desde su cuna en Junín para desestabilizar el país a fin de adoptar medidas extremas que materialicen su trasnochado proyecto político o que su impericia e improvisación nos llevaron a la surrealista situación vivida, lo cierto es que la ciudadanía – de manera espontánea – le dijo firmemente basta al Gobierno a través de una multitudinaria marcha de desobediencia a la inconstitucional medida de inmovilización social dictada la noche del 5 de abril.
Ante este punto de quiebre, el Gobierno no ha tenido mejor idea que recurrir al populismo para prolongar su agonía. Muestra de ello es la propuesta del Ejecutivo de exonerar del IGV a los productos de la canasta básica familiar.
El pedido inicial buscaba eliminar el 18% del impuesto para generar la sensación de que los precios disminuirían en esa proporción por esfuerzo del Gobierno, pero sin establecer mecanismos para la restitución del IGV acumulado en el proceso de producción y distribución de los alimentos, con lo que era imposible trasladar la rebaja al consumidor final. Ello enfrentaría al ciudadano con el productor, generándose un caldo de cultivo para el control de precios, estallido social y pretexto para la reforma constitucional.
El Congreso corrigió la propuesta y aprobó un proyecto de ley que exonerando del IGV a la importación y venta de determinados productos alimenticios, permite la devolución del impuesto acumulado en las compras de bienes y servicios del proceso productivo (régimen parecido al de los exportadores). Si bien se logra eliminar la acumulación del IGV hasta la etapa de producción, no se elimina el tributo del proceso de distribución y comercialización y se afecta financieramente al productor que deberá recuperar el impuesto pagado al Estado luego de tres meses (además de los costos administrativos para registrar estas operaciones de forma independiente, etc.).
El Ejecutivo ha cuestionado el proyecto recurriendo a argumentos divisionistas, criticando que la exoneración aprobada incluye bienes que el “pueblo” no consume, remarcando las desigualdades sociales y discriminando al ciudadano al derecho de acceder a todo tipo de alimentos (“come pescado en lugar de pollo” el Premier dixit).
La exoneración del IGV a los productos de la canasta básica familiar (limitada o amplia) es una medida populista que no incidirá necesariamente en el precio en la forma que se pretende hacer ver y tendrá un significativo costo fiscal. Si se insiste en el subsidio que en algo puede ayudar al consumidor (siempre que se haga de manera técnica y que el Estado asuma el costo con la devolución del IGV cobrado en la cadena de producción y comercialización), no debe olvidarse que los precios se rigen por la ley de la “oferta y la demanda” y no por intereses políticos. ¡No se debe hacer politiquería con el hambre del pueblo!