Escribe: Galantino Gallo, CEO de Prima AFP.
Nadie puede decretar la instauración del sistema de pensiones ideal. Implementarlo no depende solamente de la buena voluntad de nuestras autoridades o de los deseos de los afiliados. Tampoco de los esfuerzos de los expertos por diseñarlo, aunque las pautas que estos nos ofrezcan son fundamentales. El sistema previsional que necesita nuestro país se tiene que construir en la cancha y en el camino, con ajustes y modificaciones alineadas con las imposiciones de la realidad y con las lecciones que se vayan aprendiendo en el proceso. En ese sentido, el pasado puede ser un gran maestro.
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En 1973, el Sistema Nacional de Pensiones se creó con la fusión de los regímenes que existían hasta ese momento: la Caja Nacional de Seguro Social, el Seguro Social del Empleado y el Fondo de Jubilación de Empleados Particulares. Se suponía que el modelo sería autosostenible, con un régimen de capitalización colectiva a ser invertido para procurarle rentabilidad a la masa de pensionistas y que se complementaría con los aportes de los afiliados activos. Todo con el Estado como administrador.
Pero no estuvo ni cerca a funcionar como se prometió. Lejos de conseguir ensanchar el fondo en beneficio de los eventuales jubilados, la rentabilidad que se consiguió fue pobre en el mejor de los casos y, en la realidad, mayormente negativa. Esto no solo por la argumentable impericia de los administradores, sino también porque, como explica Ítalo Muñoz en “La reforma incompleta”, muchas de las inversiones se designaban en pro de beneficios políticos inmediatos, sin que obtener rendimiento de ellas fuera una prioridad. A esto se sumó que el Estado Peruano, principal empleador del país por los años 70, incumplía con el depósito de los aportes de los trabajadores (nada nuevo ahí) y que los gobiernos, según su conveniencia, fueron expandiendo la cobertura (permitiendo, por ejemplo, que haya jubilados de 50 años) y aumentando los niveles de pensión establecidos.
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Todo desembocó en un sistema de reparto de facto, quebrado e insostenible, pero que dejó lecciones para la reforma que se gestó en 1992 y se inauguró en 1993. ¿Qué aprendimos? Con respecto a los fondos de capitalización, que es más seguro que sean individuales, que es más conveniente que los técnicos manejen las inversiones y que, para liberarnos de la politización en la administración de los fondos, lo sensato es dejarlos en manos de empresas privadas, para las que la obtención de rentabilidad para los afiliados es un ‘win-win’.
Desde entonces, así ha funcionado el sistema privado de pensiones en el Perú. Un modelo autosostenible, con más de 30 años, que depende de la densidad de aportes de los afiliados y que mantiene una rentabilidad histórica de 10.29%. Fortaleciendo el mercado de capitales en el proceso y, con él, el acceso al financiamiento, el aumento de la liquidez, la integración internacional y el desarrollo económico en general, que ha incluido la inversión, por parte del sistema, en importantes proyectos de infraestructura.
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Sin embargo, aunque es un sistema ampliamente superior al anterior, la verdad es que se ha visto afectado por la quietud: por la falta de una reforma, que permita ajustarse a las necesidades actuales de los afiliados, y por el exceso de contrarreformas (como el 95.5 y los retiros “extraordinarios”). En tres décadas hemos aprendido muchas cosas, pero hemos postergado ponerlas en práctica, justamente cuando lo que necesitaba esta buena idea era innovación y, en especial, capacidad de adaptación a la realidad nacional.
Hoy, alrededor del 70% del país no aporta a un fondo de pensiones. Muchos de los que sí lo hacen de forma inconsistente en el tiempo. Además, los retiros han dejado a más de la mitad de los afiliados con menos de una UIT en sus fondos. Necesitamos, desde hace mucho, una reforma que apunte a incluir, a abrir el mercado a más competidores, a otorgar una pensión mínima que premie la consistencia de los aportes y que sea flexible, que se adapte a las necesidades y a la realidad de los peruanos, en lugar de esperar que los peruanos se adapten a ella.
En este empeño, el Congreso ha dado pasos en el sentido correcto. Pero al margen del destino que corra la reforma que hoy se discute ahí, lo que debemos tener claro es que este es apenas un hito en el proceso continuo de reformar el sistema de pensiones peruano. No podemos conformarnos con lo que sea que se decida implementar, sino estar atentos a todo lo que haya (y habrá) que corregir, conscientes del pasado y atentos a las demandas del futuro. Ese es el camino al sistema de pensiones ideal.
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