Director de la Carrera de Economía de la U. de Lima
En una reciente publicación, “Hitos de la reforma macroeconómica en el Perú, 1990-2020″, de Marco Ortiz y Diego Winkelried, se destaca que “desde 1922, año de creación del Banco Central de Reserva, no hay un periodo con mejor desempeño, en términos de crecimiento del PBI real e inflación, que las dos primeras décadas del nuevo milenio”. Más aún, en el mismo libro se afirma, según datos de Bruno Seminario, que “desde 1600 no hay un periodo de 30 años con mayor crecimiento per cápita que el que se inicia en 1992, incluso considerando los efectos de la pandemia de la covid-19″. Estos son datos extraídos de dos de las fuentes más confiables de información sobre la evolución a largo plazo del crecimiento de la economía peruana. Este desenvolvimiento le ha permitido al país avanzar más que el promedio mundial y lo ha acercado al logro de una mejor sociedad, aunque existen muchos retos pendientes, sobre todo en términos de institucionalidad.
Adicionalmente, este modelo es criticado desde la izquierda política, que lo tilda de “neoliberal” al considerar que ha descuidado los aspectos sociales, pese a que la evidencia empírica muestre que la reducción de la pobreza fue significativa. Por su parte, la derecha política defiende el modelo, olvidando la necesidad de que su defensa debiera ser autogenerada en la propia población, especialmente en las clases medias y los sectores populares. Algo ha ocurrido que no ha permitido que los avances de las últimas tres décadas sean ampliamente reconocidos por la mayoría de peruanos, y quizás la respuesta a esto la presenta el exministro de Economía, Alfredo Thorne, en un reciente artículo periodístico, al analizar la informalidad económica y sus vínculos con la informalidad política.
La economía peruana, según datos del Banco Mundial y Wikipedia, es la número 50 en el mundo por el tamaño de su producto bruto interno (PBI), con US$ 231,691 millones, y la 105 por su PBI per cápita, con US$ 6,871, aunque territorialmente ocupamos la posición número 19 y en población estamos en el lugar número 44, por lo que podríamos plantear la hipótesis de que deberíamos estar mejor en los rankings de PBI y PBI per cápita. Para tener una idea en términos relativos, nuestra economía es superior en magnitud a las de Grecia, Ucrania y Hungría, pero con indicadores sociales débiles. La posición del Perú en la economía mundial es consecuencia de años de estabilidad macroeconómica y de crecimiento. Según el World Economic Forum, lo mejor que hemos hecho como país es lograr y mantener un alto nivel de “solidez económica”, donde obtenemos, según data del 2019, cien puntos sobre cien, por lo que figuramos como uno de los 33 países con mejor macroeconomía. Sin embargo, según la misma fuente, nuestra posición en “solidez institucional” es mediocre, pues el Perú obtiene 49 puntos sobre cien y nos ubicamos en el puesto número 65 de un total de 141 países, lo cual puede observarse cuando se leen los titulares de cualquier diario de circulación nacional cualquier día de la semana.
Otro aspecto que se debe destacar es que los resultados positivos de la economía peruana durante las últimas décadas están vinculados con la aplicación del llamado Consenso de Washington, en el cual destacan factores como la disciplina fiscal, la determinación de un nivel de inflación objetivo, la liberalización de las tasas de interés, la libertad de tipos de cambio y la apertura del comercio internacional, entre otros. Dicho de otro modo, por la adopción de un modelo económico que busca integrarse al mundo manteniendo la estabilidad macroeconómica.
Lamentablemente, no hemos avanzado a igual ritmo en lo social y en lo político. Sobre lo último, se requiere una reforma política urgente, y en lo social, las prioridades de las reformas por venir deberían centrarse en la eliminación de la pobreza a través de la integración de todos los sectores a la formalidad.
Y es que la aplicación de cualquier modelo debe partir de la premisa de que el Perú somos todos. En esa línea de pensamiento, es fundamental, sin perder los logros macroeconómicos, generar una especie de “línea de soporte” que evite que aproximadamente un 25% de la población se encuentre en niveles de pobreza.