El debilitamiento económico global ha dejado de ser una tendencia concretándose en una realidad que el Banco Mundial (BM) ha calificado como una “nueva era” de bajo crecimiento. El fuerte consenso de los organismos multilaterales sobre la contracción de la perfomance internacional confirma el ingreso a ese nuevo ciclo. Al respecto la incógnita a despejar consiste en determinar si la desaceleración constatada llevará una recesión especialmente en los Estados Unidos.
En efecto, el informe de junio del BM proyecta el crecimiento global de este año en apenas 2.9% (vs la proyección prebélica de 4.1% en enero) que se desacelerará más en el 2023 (1.9%) para recuperarse apenas en 2.4% en el 2024 por debajo del raquítico nivel del 2022. Enfrentamos entonces un horizonte económicamente depresivo que podría ser de largo plazo si los grandes desaceleradores (la guerra ucraniana, la inflación y los remanentes de la pandemia y sus efectos) se mantienen.
Con anterioridad al informe referido, la CEPAL proyectó, también en junio, el crecimiento de este año en 3.3%; la ONU lo situó en 3.1% en mayo, el FMI en 3.6% (abril) y la OMC en 2.8% (también en abril). El conjunto de estos informes han ajustado fuertemente a la baja sus estimaciones en relación a la preguerra ucraniana. Además, lo han hecho con sistemática y decreciente prospectiva (las estimaciones menos restrictivas corresponden a abril -salvo en el caso de la OMC- y las más pesimistas a junio). Ello indica que la tendencia de proyección continuaría a la baja en los reportes siguientes si la inflación y la guerra no se contienen (y nada indica que esos factores se atenuarán en lo inmediato).
En el ámbito local, estas estimaciones han sido convalidadas por el Banco Central de Reserva que, en su Reporte de Inflación de junio, prevé una tasa de crecimiento de la economía global de 3% para este año y el próximo siguiendo la trayectoria de corrección a la baja de los organismos multilaterales.
En ese marco, el comercio global se verá fuertemente afectado: la expectativa de la OMC en abril pasado era un crecimiento de los volúmenes para el año de 3% (cayendo de 4.7%) y de 3.4% en el 2023. La fragilidad de los intercambios (tan afectados por la fuerte erosión de las cadenas de producción y de aprovisionamiento) será acompañada este año también por un débil crecimiento de la inversión productiva real (UNCTAD) afectada por las crisis yuxtapuestas de alimentos, energía (efectos inmediatos de la guerra) y financiera complementadas por la remanencia de la pandemia y el calentamiento global.
En ese contexto, América Latina crecería aún más precariamente: 2.2% (vs 6.7% en el 2021, una tasa de rebote del 2020 marcado por el COVID) con tendencia decreciente en el 2023 (apenas 1.9%) mientras que el PBI per cápita aumentaría un insignificante 0.6% en el período 2019-2023 (BM).
Estos niveles de crecimiento no sólo están por debajo del promedio global sino incluso del conjunto de regiones que agrupan a economías emergentes y en desarrollo. En efecto, la perfomance latinoamericana será la mitad del Asia Oriental y del Pacífico (4.4%), mucho menos que la mitad de la del Sur Asiático (5.8%) y bien por debajo del África Subsahariana (3.7%).
Esta catastrófica pérdida de competitividad dentro del denominado “sur global” corresponde al debilitamiento de la demanda externa, a la inflación y a la incertidumbre política local. Por lo demás, como se sabe las políticas contractivas para combatir la inflación tienen, hasta que dan resultados, efectos inhibitorios del crecimiento.
De otro lado, el BM destaca que la inflación, los efectos del ajuste y la menor producción diluyen los ingresos por exportaciones derivadas de los altos precios de las materias primas. En el caso peruano es necesario agregar las menores exportaciones por conflictos sociales y la falta de espacio fiscal suficiente para atenuar debidamente las necesidades colectivas incrementadas por las medidas antinflacionarias.
En ese marco de extrema gravedad, el Banco Mundial plantea un escenario referencial de pésimo recuerdo en el mundo y la región: la estanflación de los 70s del siglo pasado (que antecedió, en el área, a la “década perdida” de los 80s). Si bien el riesgo principal hoy es la recesión como producto de la lucha contra la inflación en algunas economías mayores (especialmente la de Estados Unidos como se ha mencionado), el BM alerta sobre ese riesgo estanflacionario (inflación sin crecimiento).
A la luz de la muy baja perfomance de la economía global y del persistente incremento de los precios, este escenario debe ser seriamente considerado. El BM establece la referencia teniendo en cuenta las políticas de fuerte expansión monetaria (escenario pandemia) seguida de disrupciones de oferta (combustibles, alimentos, cadenas de aprovisionamiento), bajo crecimiento subsecuente y vulnerabilidades de economías emergentes y en desarrollo a los efectos del incremento de tasas de interés en las economías mayores.
Un defecto del planteamiento es la ausencia de propuestas para no ingresar a ese escenario salvo las recomendaciones de adaptación a él (clara comunicación de políticas monetarias, asegurar la independencia de los bancos centrales y atenuar el ajuste). De otro lado, si la diferencia del momento actual con el de los 70s son en esencia un dólar aún fuerte, menor proporción del incremento de precios de commodities en relación a esa década del siglo pasado y mayor fortaleza de las instituciones financieras en general, se entiende que esas diferencias deberían preservarse.
Nosotros creemos que, además de las medidas económicas como las mencionadas más arriba y otras (como desincentivar los desmedidos controles de exportaciones en algunos países o la mitigación del impacto financiero de las diferentes crisis acudiendo a las facilidades multilaterales como sugieren el Secretario General de la ONU y el FMI), los países afectados deben procurar mecanismos conjuntos (incluyendo medidas retaliatorias) para plantear a Rusia y Ucrania la liberación de la oferta de alimentos (lo que implica fortalecer la mano de la ONU en el desminado de puertos ucranianos y salida de fertilizantes rusos); plantear a la OPEP plus (y no sólo a través de Estados Unidos) el incremento de la producción de petróleo; cooperar para restablecer cadenas de suministros esenciales buscando vías o puertos alternativos para el comercio; plantear a los países que han establecido sanciones a Rusia que afecten la provisión de energía y de alimentos que atenúen aquellas que afectan a las economías más vulnerables; negociar con los miembros del G7 la flexibilización de las condiciones de financiamiento, entre otras acciones conjuntas o bilaterales.
Los países en desarrollo, que tanta retórica han empleado en izar la bandera del multilateralismo, están hoy en la obligación, sin eludir sus responsabilidades internas, de aplicar el principio de responsabilidad colectiva en la búsqueda de instrumentos de remedio concreto de la crisis frente a los actores de la guerra, los generadores de extraordinaria emisión de liquidez que hubiera sido empleada para salvar algo más que el sistema financiero (una causa de la inflación que hoy se olvida) y frente a los responsables políticos de las crisis yuxtapuestas energética, alimentaria y financiera.